En el día del Pilar
María Jesús Mayoral Roche
He enseñado a mis hijos a sentirse "Maños". Año tras año, hemos asistido a la ofrenda de flores a la Virgen del Pilar. ¡Cómo me gustaba atar la cabecica de Miguel con el cachirulo! A Beatriz le ponían nerviosa los flecos del mantón y con cuidado disimulo le gustaba levantar la falda para contemplar las puntillas con lazos rojos entre los pasacintas. Encontraba a mi hijo vestido de baturro envuelto en la varonía de la tierra, en el orgullo que confiere el traje aragonés. El Primer año que los llevé al pueblo con ocasión de las fiestas del Pilar, mi abuela y María volvieron a revivir las festividades pasadas. Las manos encallecidas de María se esmeraron en devolver a la ropa el apresto perdido tras los años en el armario.
En el Paseo de Independencia nos uníamos al grupo de Villamayor de Gállego. Clarita llevaba a Beatriz de la mano y yo portaba en brazos a Miguel, que se enredaba una y otra vez entre los flecos de mi mantón, apenas podía con él y con el ramo de flores. Ya en la Plaza del Pilar, ante mi Virgen con el manto tejido en flores blancas, resaltando sobre él la cruz de Lorena en claveles rojos y con mis hijos agarrados de la mano, las lágrimas afloraban a mis ojos. Mi abuela y María esperaban nuestra vuelta y salían a recibirnos en cuanto oían el motor del coche. Mis hijos llegaban agotados tras la larga espera y hechos una facha; Miguel iba con el cachirulo en la mano, perdiendo los calzones y las medias de perlé enseñando sus blancas pantorrillas. Beatriz llevaba los flecos del mantón hechos un lío, el pequeño moño despeinado y para colmo había perdido uno de mis pendientes de baturra a los que tenía en gran aprecio, ya que los conservaba desde muy niña. Estoy orgullosa porque mis hijos se sienten maños por los cuatro costados.
¡Cuánto siento dejar solos a mis hijos! Sí, la historia vuelve a repetirse, parece recrearse cometiendo la misma falta. La muerte de mi padre cambió mi vida por completo, se desvanecieron los proyectos, se rompió la comprensión generacional. Aquella vida que fluía con naturalidad, sin penas, quedó sesgada y las sombras fantasmagóricas de las dudas, de las preguntas hasta entonces nunca formuladas se adueñaron de mi inconsciencia de adolescente. Se murió mi padre y me quedé sola ante una madre cuya peor enemiga era ella misma. Y ahora, mis hijos se quedan solos ante un padre inflexible e intransigente. ¿Qué va a ser de ellos? Me da miedo que mi muerte trastoque el futuro de mis hijos. Le he pedido a mi tía Laura que nunca les deje solos, que les ayude en su lucha contra la imposición de las ideas cuadriculadas de Gonzalo. No quiero que mi muerte acabé con sus esperanzas, con sus proyectos de adolescentes; porque cuando hay ilusión es cuando se es feliz.
De mi novela Los Castaños de Indias (Edición agotada).