Publicado el 3 septiembre, 2013 | por Antonio Cruz
0En el epicentro de la crisis… también existe otra vida
Resulta entristecedor e injusto que cada vez que pronunciamos o evocamos a Grecia lo relacionemos inmediatamente con el concepto crisis. Quizá la época en la que nos ha tocado vivir sea ésa en la que todo es vulgarmente simplificado y sólo interesa el presente, y por encima de todo la economía y el dinero. Hemos olvidado que el Imperio Heleno y su cultura constituyen la base del actual mundo occidental, y no sólo en el plano cultural, curiosamente también en el político y económico. Pero no ocurre así, y cuando pensamos en el país mediterráneo sólo somos capaces de asociarlo con la crisis, sepultando de un plumazo su rico patrimonio arquitectónico y cultural, olvidándonos sin piedad de los Homero, Platón, Aristóteles, Safo, Sófocles o los contemporáneos Constantino Cavafis (que curiosamente no llegó a vivir en Grecia), Odysseas Elytis o Nikos Kazantzakis.
En este artículo y a estas alturas de la situación no voy a exponer –ni soy capaz de ello– las causas de la crisis del país, tarea destinada a los gurús de la economía que se sienten tan capaces de enumerarlas y predecir el futuro a modo de modernos oráculos, causas que muy probablemente también tengan algo que ver con la propia forma de ser del griego contemporáneo, –quizá sí– alejado del prototipo mítico de su pasado clásico, pero no más alejados de lo que estamos el resto de nuestros cultos antepasados. De entre todas esas causas resalta una por encima de todas: la de los políticos y gobernantes corruptos, alguno de ellos actualmente entre rejas. El ejemplo más flagrante es el que se produjo con el presupuesto de los Juegos Olímpicos de Atenas de 2004, cuando existió un tremendo desajuste de millones de euros que nadie ha sabido explicar a dónde fueron a parar.
En el país se perciben ciertos aspectos que incluso resultan chocantes para un español o mediterráneo como yo; ni qué decir para los nórdicos –con los que compartí viaje: esa forma desordenada y anárquica de conducir, los motoristas sin casco, aparcamientos imposibles que en cualquier otro país acarrearían una dura sanción, una policía pasiva e imperturbable, o la imposibilidad de una ley que prohíba fumar en tabernas, restaurantes y resto de lugares públicos; algo que repito, resulta impactante incluso para un español: el resultado es una extraña y salvaje belleza de un atractivo indescriptible.
Tras una estancia en Grecia de casi dos semanas, visitando el país y sus rincones de la mano de sus lugareños que ningún turista podría descubrir por sí solo, un amigo ateniense me preguntaba con sarcasmo que qué pensaría Merkel si observase todas las tabernas y restaurantes llenos con la gente viviendo al máximo los placeres que ofrece el país. Esta misma persona, propietario de una aseguradora, me comentaba que muchos griegos se marchaban de vacaciones en agosto y se olvidaban de todo… Incluso de pagar los recibos del seguro, con lo que dicho mes mi pobre amigo sufría en su propia economía esa extraña forma de ser del griego contemporáneo. Pero no todo es culpa de esa forma de ser.
Puede parecer, cuando uno recorre las bulliciosas calles de sus ciudades atestadas de gente, las tabernas y restaurantes rebosantes de personas, las tiendas llenas de turistas y los autóctonos disfrutando con parsimonia de su café freddo o frappé, que en Grecia la crisis es un cuento chino o un simple invento, pero la realidad es bien distinta. El día parece ocultar el sufrimiento de la gente, sepultado bajo la luminosidad implacable de sus urbes, y tan sólo se observan a algunos niños en edad escolar interpretando las bellísimas y melancólicas canciones griegas con sus pequeños buzukis y pidiendo con sus tristes caras que el turista les dé algunas monedas. Pero por la noche, todo se transforma, como un desfile de máscaras, y la miseria y el padecimiento resurge con crueldad, los drogadictos piden dinero en el metro, los ancianos decrépitos descansan en las aceras, los tullidos, aún más desprotegidos con la situación, duermen en algún rincón de una plaza, y por las calles aparece la pobreza en su máxima y tétrica expresión. En este sentido sólo en Atenas la Iglesia Ortodoxa Griega alimenta a diario a casi 60.000 personas en sus comedores sociales, en donde tres de cada cuatro comensales son griegos.
Angela Merkel, nombre que junto con el de troika produce sarpullidos a todo griego tal y como si se mentase a un moderno diablo, ha hecho que crezca entre ellos un claro sentimiento antialemán, más aún cuando la canciller acaba de afirmar, (oportunismo político en clave electoral, pero mala leche al fin y al cabo), que Grecia nunca debió haber entrado en el euro. Falta le haría a Merkel y a la troika permanecer unas semanas en Grecia, en plan turista, con sus gentes, no alojados en los exquisitos hoteles de lujo y degustando los fastuosos banquetes comunitarios de esas ineficaces reuniones –sería demasiado cruel para sus delicados paladares llevarlos a los comedores sociales– para percibir la auténtica realidad griega, una tragedia y a su vez un milagro que cada día se produce en el país, porque cuando uno percibe ciertos aspectos, se da cuenta que lo extraño es que el país y sus gentes no se hallen en peor situación.
A principios del presente verano se anunció que la troika había permitido a Grecia que de forma extraordinaria, (como una especie de limosna o migaja) se redujera el IVA en la restauración del 23% al 11%, sólo de forma experimental algo que se ha traducido en nada, ya que se sigue aplicando ese hiriente 23%, por lo que salir a comer en Grecia resulta impagable para cualquier griego con un sueldo normal. Otro problema palpable en el país es la carencia de una clase media, que apenas existe, con un tejido social formado por un buen puñado de ricos y una ingente clase baja; o simplemente muy pobres. Comparar económicamente a Alemania con Grecia sería como enfrentar a un equipo de fútbol de primera división con uno de segunda B, situación en la que paradójicamente el país teutón se está beneficiando al financiarse a coste cero gracias a los famosos PIGS.
Pero el problema no sólo está ahí, sino que éste radica a su vez en la cesta de la compra, en donde alimentos tan básicos como la leche, la pasta, el pan o el arroz, tienen precios elevadísimos, por encima no de los de España, sino de los poderosos países del norte de Europa, algo que sucede también con la gasolina, por encima de muchos de éstos, en un país como el heleno en el que moverse en coche resulta fundamental y necesario. A esto se le podría añadir el tema del peaje en las carreteras, que aparece por doquier y por sorpresa por uno y otro lado en carreteras y autovías que no se encuentran en las condiciones que podría esperarse de una de peaje.
Merkel y la tropa comunitaria, que otean el sur de Europa desde sus tronos de poder con desdén y soberbia, parecen desconocer la realidad de un país que sin duda resulta haber sido el conejillo de indias con el que se ha experimentado –mal– una y otra vez, tratándolo sin concienciarse de que allí viven personas en las que el día a día es una lucha por sobrevivir, asfixiados por unas medidas tan ineficaces como inhumanas, situación que se alargará y agravará hasta que los dirigentes europeos no entiendan su realidad, aunque si alguna vez se dignasen a ello, ya será demasiado tarde.
Fuera del yugo económico actual con el que se trata de doblegar a Grecia, el país es mucho más que el epicentro de una crisis que la han creado los mismos que ahora dicen querer solucionarla, porque Grecia son sus templos, sus costas, su Acrópolis; Grecia es Homero y Platón; Grecia pertenece a su simpática y hospitalaria gente, melancólica y taciturna; Grecia es Aristóteles y Cavafis, es su música y gastronomía, es Sófocles y Kazantzakis, son sus dioses y leyendas; Grecia es Ulises, su Ítaca y sus mares; es todo eso, por mucho que otros se empeñen en lo contrario e intenten destruirlo.
Despido el artículo con un poema de Juan Vicente Piqueras que hago mío, poeta español pero griego de alma que trabajó en el Instituto Cervantes de la capital helena:
Ya me he muerto en Atenas, ya he desaparecido
de sus calles, no soy sino una sombra
en su luz, un ayer, infinitivo
del verbo ay, me he ido, ya no soy.