En el espejo cubano.

Publicado el 14 diciembre 2019 por Carlosgu82

Leía un reportaje de testimonios de cubanos después de la muerte de Fidel Castro cuando encontré las palabras de Pedro Juan Gutiérrez, el autor de La Trilogía sucia de La Habana. Hizo una referencia del libro y explicó en qué contexto lo concibió, con lo que llamó poderosamente la atención de este aficionado a la literatura que también vive en un país que sufre una dictadura de izquierda, cuya crisis no da indicios de frenar su aumento. Consideré leerlo cuando terminara otra obra en la que tenía puesta mi atención, con el interés de mirar los posibles nuevos estadios de la crisis venezolana y para inquirir la mirada de un escritor inmerso en una vorágine comunista.

Pedro Juan, como cualquier cubano que haya vivido esa época sin gozar de privilegios, pasó ronchas inimaginables y comió mucho de ese excremento que trató de mostrar luego en sus relatos. En pleno periodo especial fue despedido de la revista para la que escribía, le revocaron su licencia de periodista y su esposa se fue de Cuba dejándolo solo con su hijo. Le tocaría entonces a Pedro lidiar no solo con esas condiciones de vida inhumanas que empeoraban cada día, sino también con el desencanto ante su profesión y ante la vida llevando la crianza de un hijo a cuestas. “Era endurecerme, volverme loco o suicidarme. Me tocó endurecerme”, apunta en uno de los relatos, pero no lograría eso sin la compañía del ron y de las mujeres.

Envuelto en ese drama personal escribe Pedro Juan Gutiérrez muchos relatos que retratan toda la miseria de la que sobrevivió, un poco para desquitarse de esa realidad que lo superaba y otro poco para hacer lo que las autoridades de Cuba no querían que nadie hiciera: hablar de lo que de verdad pasaba dentro de la isla. Se identifica a sí mismo como un “revolcador de mierda”, argumentando que su trabajo es alborotar el olor de las heces para que la gente las huela. Esto lo hace sin adornos ni retóricas, usando un lenguaje escatológicamente crudo. En uno de sus relatos confiesa que él solo levanta la realidad del suelo y la vuelca en el papel, así tal cual la agarró. Aunque se pueda pensar, no hay en sus textos informes detallados la vida de entonces, sino que haciendo uso de frases y situaciones muy precisas deja colar la situación de carencia y de miseria en que vivían los personajes de sus historias.

Con esa poética nos ofrece un recuento (que solo él sabe qué tan autobiográfico es) de la decadencia de su entorno, el cual sin duda es bastante documental. Hace un paseo por las posturas espirituales que fue teniendo de cara a la situación, primero un miedo parecido a la claustrofobia con el que se dejaba llevar por la corriente mientras la hambruna aumentaba; luego, acostumbrado ya a nadar entre los excrementos, un cinismo categórico ante la vida y las personas. Antes, durante y después de esos estados de espíritu lo  acompañaron los cuerpos de sus paisanas negras, las botellas de aguardiente y de vez en cuando unos gramos de hierba con cigarros; a todo eso se entregó Pedro Juan metido en la azotea de un edificio de Centro Habana en esos años de dejadez personal y miseria nacional.

En sus aventuras intervienen personajes más destruidos que él, embrutecidos por el hambre, mujeres empujadas a “jinetear” para siquiera poder bañarse con jabón, hombres cuyo único pasatiempo es tomar ron y fumar cuando consiguen unos pesitos. Está su amiga Hayda (o Raysa en otro relato), con la que mantiene amoríos desde hace veinte años, una trabajadora social cuyo empleo en un policlínico no le da ni para comprar los frijoles del arroz, con su marido que no trabaja pero le da buen sexo. También Grace, una adolescente hija de santera que trata de usar sus encantos femeninos para seducir al inquilino mexicano de Pedro, con el mero objetivo de que se case con ella y la saque de Cuba.

Como lector venezolano que vive en la Venezuela del año 2018 me topé con la inquietante impresión de que Venezuela no está tan lejos de la Cuba de los años 90. Nos faltaría escalar a aquel nivel de hambruna, lo que con el paso que lleva el chavismo, probablemente ocurrirá más pronto de lo que nos hubiéramos imaginado hace pocos años. De resto, en menos tiempo, el gobierno venezolano logró llevar un país más grande y con muchísimos más recursos a estadios parecidos de descomposición social. Ambas coyunturas se dan la mano con el éxodo desesperado que han causado (por fortuna Venezuela no es una isla) y con haber despojado de incentivos el trabajo duro y honesto con la inflación y los míseros sueldos.

Ya existe en Venezuela una población desmoralizada cuya única ocupación mental es resolver lo poquito que comerá en el día, gente que sin que se le pueda juzgar se alegra de que le llegue una bolsa de alimentos o de que el gobierno le dé un bono de dinero inogárnico (causante de inflación). Los estudiantes y los profesionales estamos ante un drama enormemente cruel, viendo que la única expectativa realista a nivel macro es el crecimiento desmesurado de la vorágine y que los países vecinos ya nos están cerrando las fronteras (como si no fuera suficiente con depender del nefasto SAIME chavista). ¿Qué nos quedará, entonces, ante la escalada inminente de la hambruna y la mengua? Diría Pedro Juan que endurecernos, volvernos locos, suicidarnos… o, quizá, emigrar.

Rolando Rojas.