Este jardín ha cambiado en cuarenta años casi tanto como el pino bola. Ha cambiado a medida que lo hemos ido conquistando, ocupando cada rincón con una actividad o algo que hacer. No es fácil tener un jardín que vivas. En la última semana, en mis paseos, he visto a los recién llegados de Madrid abrir las puertas de sus casas y asombrarse ante la altura de las hierbas en sus jardines: "madre mía, esto está hecho una selva". En muchas casas por aquí, los jardines dormitan desde septiembre hasta julio. Se agostan, otoñan, se cubren de nieve y brotan sin que nadie los vea. En este año tan raro, sus dueños se han encontrado sus jardines asalvajados y se han sorprendido como unos padres que llegan a casa y descubren que sus adolescentes han montado una fiesta. Nuestro jardín no se asalvaja porque estamos siempre aquí, no le da tiempo a crecer sin control, a lanzar ramas al suelo o romper el suelo del porche con las raíces. Lo mantenemos educado pero como decía Delibes que le educaron a él, educamos al jardín a la francesa. Esto es (en mi cabeza) que lo dejamos hacer sin someterlo a una estricta disciplina que lo convierta en algo sin diversión, invivible y solo apto para las visitas. Algo incómodo e inútil, como esos salones con fundas de plástico en los sofás que solo se abren para ocasiones especiales que no llegan nunca.
Cuando yo era pequeña en la casa de mis abuelos, La Rosaleda, había mil rincones pero solo vivíamos en uno. La pérgola era el centro de toda la actividad. Allí desayunábamos, comíamos, merendábamos y cenábamos. A su alrededor dábamos vueltas y vueltas con nuestras bicis con ruedines montando un estruendo que no entiendo como he conseguido llegar viva a los 47. Mi abuelo leía el periódico, mi madre cortaba judías verdes, por las tardes jugaban a las cartas. Cuando jugábamos nunca nos separábamos más de tres o cuatro metros de la pérgola. Jugábamos con la arena o lanzábamos coches en la rampa del garaje pero todo cerca su sombra. Había muchísimo más jardín, macizos de violetas y lilas rodeados por unos bordillos de piedra que a nosotros nos parecían muros insalvables que decían: ni se te ocurra adentrarte aquí. Entre estos macizos discurrían caminitos sombreados, en los que siempre hacía más frío, que recorríamos cuando jugábamos al escondite pero no nos escondíamos ahí porque todos sabíamos que ahí, en esos recovecos había monstruos, bichos y sobre todo arañas. Tengo 47 años y cuando voy por allí todavía me dan respeto. En casa de mis abuelos había también un estanque hexagonal, que nos encantaba, colocado debajo de un sauce llorón gigantesco. Entre la hiedra, adosado a la tapia de ese lado de la casa, había un banco de baldosines rojos muy coqueto. Nos sentábamos allí a jugar a las "señoras y señores" porque allí se sentaba mi abuela con alguna de sus amigas a charlar. Nosotros fingíamos "charlar" pero nos aburríamos enseguida y tirábamos piedras al estanque. Años después el estanque se rellenó de arena. Un estanque cegado es como una atracción de feria abandonada. Es triste.
En casa de mis abuelos también había un pinar que, por supuesto, sigue allí. En el pinar se estaba fresco y había procesionaria. Las orugas asquerosas nos daban muchísimo asco y les cogimos tanto miedo que cuando cruzábamos el pinar para ir a la piscina o a la casita en la que dormíamos íbamos con mil ojos. Acabo de recordar que también había una mesa donde hacíamos tareas en verano y allí estaba la tapia a la que nos encaramábamos a espiar a los vecinos.
En esta casa cuando llegamos, tuvimos que construirnos los recuerdos en el jardín. Las vueltas en bici las dábamos las alrededor del pino muerto. A falta de vecinos para espiar, saltábamos la tapia de atrás para explorar los prados que había detrás (nos habíamos mudado al límite del pueblo) y temíamos a la procesionaria que tenía el pino muerto y sus compañeros.
Ahora, cuarenta años después, el pino bola es gigante, mis hijas y mis sobrinos dan vueltas en bici a todo el jardín. El castaño que plantó mi padre hace veinticinco años se ha hecho enorme y nos sentamos a su sombra en verano. otro de los árboles que plantó mi padre tuvimos que talarlo el año pasado porque, en su crecimiento, había cogido una inclinación muy peligrosa, tan peligrosa que se apoyaba en el porche. Tenemos un huerto y un cercado para los perros. Un peral y un ciruelo que ha necesitado muletas. Y el pino bola, majestuoso y enorme, preside todo.
Cuando era pequeña creía que las cosas siempre eran igual, se mantenían inalterables. Eran así ahora porque así lo habían sido siempre y se mantendrían igual sin importar el tiempo que pasara. Mis hijas se niegan a que cortemos el pino muerto del jardín. "Es del jardín y ahí está perfecto. A nosotros nos gusta". Estoy de acuerdo con ellas y más ahora que en él que ha anidado un pájaro carpintero.