En el 2001 hubo una película que revolucionó el género musical, y donde se nos invitaba a vivir una historia trágica de amor. En el barrio parisino de Pigalle, al pie de Montmartre, veíamos cómo Christian y Satine eran protagonistas de una aventura de pasión y celos, de entrega y sacrificio sin límite. Era “Moulin Rouge”, y con ella Baz Luhrmann daba origen a un nuevo subgénero en el que se distinguían huellas del musical tradicional -con canciones que interrumpen la narración pero que la refuerzan-, de la ópera -su puesta en escena es barroca, exagerada y sofisticada- y de la estética del videoclip -planificación fragmentada, trepidante montaje, o ambientes irreales y artificiosos- mientras una voz gritaba “el espectáculo debe continuar”.
Es además una pieza teatralizada en la que, ya desde el inicio con la cortina roja y la orquesta, se pide al público que participe en lo que va a ver, que baile el can-can y contemple a Satine descender majestuosa en su trapecio, que sienta dolor por esa sangre que salpica el pañuelo y que amenaza con dar fin al naciente amor, o que se quede con un sentimiento agridulce tras el número final para remansar sus sentimientos acompañando a Christian en su buhardilla, mientras escribe la crónica de un amor imposible.
“Todo lo que necesitas es amor”
En Satine (Nicole Kidman) vemos a una bella vedette o cortesana que se enamora del hombre equivocado, Christian (Ewan McGregor), un escritor pobre que busca inspiración para su obra poética en los ambientes bohemios de la capital francesa, mientras el duque de Worcester que la pretende es despechado y hasta ridiculizado. Juntos rompen las reglas sociales y tratan de vivir un romance que va más allá de la frivolidad y hedonismo del entorno, renunciando a su carrera y a su porvenir, y también a la financiación del espectáculo de un Moulin Rouge amenazado con la bancarrota, porque “todo lo que necesitas es amor” (“All You Need Is Love”, de los Beatles), como se cantan Satine y Christian.
De esta manera, entre engaños y equívocos, entre chantajes y mentiras, se establece un juego de encuentros furtivos y de apariencias apasionadas donde la única verdad es el amor y la muerte presentes en el escenario y fuera de él. Todo se mezcla y confunde en esta trama de tono trágico-cómico, hasta el punto de que el escenario termina siendo lugar para una declaración de amor tan real como la misma muerte que acecha. Durante un tiempo efímero, Christian habrá conseguido rescatar el alma perdida de Satine y hacer que vuelva a creer en el amor, en lo que es la plasmación del mito de Orfeo que devuelve la vida a Eurídice con su cariño, o también “la narración de un momento breve de amor puro que constituye un poema y una canción”, en palabras de Luhrmann.
El sofisticado artificio de Luhrmann
Por lo demás, Luhrmann levanta el artificio más formalista que puede el espectador imaginarse, contraviniendo todas las convenciones del género, por ejemplo con falsos cielos, sobre-impresiones e imágenes generadas por ordenador que nos ofrecen una reconstrucción no histórica del París de 1900, una fantasía imaginaria de la época a partir de una estética digitalizada. Cada uno de los números se nos presenta despedazado en múltiples planos, con puntos de vista variadísimos y una puesta en escena operística, con movimientos de cámara acelerados y un trepidante ritmo de montaje, con decorados que deslumbran por su majestuosidad y suntuosidad y que hablan del desmedido presupuesto con que contó -por ejemplo, ese camerino con forma de elefante gigante convertido en terraza desde la que cantar su amor a París-, y con un vistoso y rico vestuario que realza la elegancia y atractivo de Kidman y McGregor. En definitiva, en “Moulin Rouge” se apunta un rechazo al hiper-naturalismo reinante en el cine actual, con una sofisticada y artificiosa puesta en escena.
Un cóctel musical
Con tal eclecticismo y choque de géneros y estilos, Luhrmann recurre a canciones de los años setenta y ochenta arregladas en una versión orquestal, junto a otras más contemporáneas con las que el público está familiarizado y con las que se puede identificar hasta tener su propia experiencia sonora y visual, pero siempre manteniéndose distante de esa fantasía: Bono, Sting, Madonna, Elton John, David Bowie o Dolly Parton son algunos de los prestamistas de canciones.
Además, en la película está presente “Sonrisas y lágrimas”: ahora son Toulouse-Lautrec y sus colegas artistas quienes tratan de ensayar con Christian el número de “The Sound of Music” de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein. El cóctel musical (pop, hip-hop, dance, tecno, hindi, tango, can-can…) supone, como se ve, un amplio repertorio de influencias heterodoxas y anacrónicas, aunque siempre las canciones se ponen al servicio de esa love story, de unos protagonistas con corazón de oro y la tuberculosis como enfermedad romántica, de unos productores aristócratas sobrados de diamantes y faltos de decencia, de unos alcahuetes intrigantes y ambiciosos que negocian con los sentimientos y venden su alma al diablo.
Un carrusel frenético de emociones
Luhrmann realiza un melodrama esencialmente visual y musical, al que trata de imprimir sus propios códigos narrativos en busca de un lenguaje cinemático que reinvente el género, con danzas salvajes y un ambiente pretendidamente ligero y sensual, donde todo es frenesí y delirio argumental, tan hueco como hermoso, tan impostado como grandioso. El cartón-piedra y el artificio triunfan sobre la sobriedad y la realidad, y el drama y la muerte sobre la comedia y el amor, con una primera mitad decididamente alocada y llena de dobles sentidos en el lenguaje, y con una segunda más melodramática y seria.
Como ejemplo de montaje paralelo y trepidante, puede considerarse el número construido a partir de la cita obligada de Satine con el Duque, con imágenes que se alternan con las de un Christian doblegado y melancólico y con las de un enérgico tango bailado por treinta parejas… en un diálogo frenético entre las tres escenas que intensifica los sentimientos y ahonda la tragedia. Por otro lado, el culmen del paroxismo lo encontramos en la escena final con el estreno del nuevo espectáculo en el Moulin Rouge, cuando Christian se sube al escenario y confiesa, cantando, su amor por Satine, mientras el criado del Duque intenta acercarse a él y dispararle, en lo que es un imparable carrusel de emociones.
Romeo y Julieta para la eternidad
Estamos ante el momento de clímax con una muerte lenta y muy sentida que es seguida de una paz resignada, una vez que la tragedia se ha consumado. Hemos asistido a la narración de un amor idílico e imposible entre Romeo y Julieta, al ritmo de bailes y canciones que buscan el sentimiento y esconden un sentido de pelea cabaretera, con una puesta en escena radical y transgresora, con coreografías milimétricas o montajes vibrantes, con la música como cauce para expresar un estado del alma y un deseo de “amar y ser amado”, según cantan Christian y Satine.
En las imágenes: Fotogramas de Moulin Rouge – Copyright © 2001 Bazmark Films y 20th Century Fox. Fotos por Sue Adler. Todos los derechos reservados.
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Publicado el 15 abril, 2013 | Categoría: 8/10, Años 2000 / 2005, Australia, Drama, Filmoteca, Hollywood, Musical, Romance
Etiquetas: Baz Luhrmann, Bono, David Bowie, Dolly Parton, Elton John, Ewan McGregor, Madonna, Moulin Rouge, Nicole Kidman, Oscar Hammerstein, Richard Rodgers, Sonrisas y lágrimas, Sting