En el reino de las marmotas

Publicado el 05 febrero 2016 por Benjamín Recacha García @brecacha

Chisagüés, punto de partida de la excursión.   Foto: Benjamín Recacha

Siguiendo la carretera de Bielsa a Francia, pronto llegamos a Parzán y, justo después, aparece un desvío a la izquierda que conduce al pueblecito de Chisagüés. Encajonado entre montañas, nos abre la puerta a uno de los paisajes más increíbles del Pirineo Aragonés: el valle del río Real, escoltado por las Sierras de Espierba y de Liena, y con los colosos de Robiñera y la Munia como telón de fondo.

Fue la última excursión que hicimos el verano pasado, un colofón perfecto a unas vacaciones fantásticas. Unos días antes, el amigo José María Escalona, impulsor de la recuperación de la memoria histórica a través del magnífico Museo de Bielsa y que tanto me ayudó con mi primera novela, El viaje de Pau, nos habló de la excursión a Ruego, adonde se podía subir en todoterreno por la pista que parte desde Chisagüés.

Allí, en lo alto de la Sierra de Liena, se encuentran las antiguas minas de hierro, y las vistas sobre el circo de Barrosa y el mismo valle del río Real deben ser espectaculares. Digo deben porque no llegamos hasta arriba. No tenemos un todoterreno y sí un niño de seis años, al que le encanta retozar por la montaña, pero hasta un cierto límite.

En cualquier caso, la caminata remontando el valle fue de las que proporcionan incontables imágenes y sensaciones, que uno va rememorando durante el resto del año en reproducción continua.

Así pues, tomamos la pista de tierra en Chisagüés y avanzamos un buen trecho, sorteando baches, piedras y badenes, hasta que la prudencia nos llevó a aparcar en una pradera y continuar andando hacia el final del valle.

El río Real se abre paso por la gigantesca brecha, y yo leo ‘El viaje de Pau’.   Foto: Lucía Pastor

No se trata de un valle de praderas anchas y llanas, por cuyo centro fluyen las aguas frías y cristalinas de un río de montaña. Río hay, por supuesto, de aguas heladas y transparentes, pero fluye entre dos cadenas montañosas que parecen haber sido separadas por un hacha gigantesca. El gigante que propinó el colosal tajo dejó como prueba los montones de rocas desprendidas que jalonan un paisaje en continuo ascenso (descenso en el caso del río Real), hogar ideal de quienes lo han colonizado con notable éxito.

Me refiero a las marmotas, esos simpáticos mamíferos rechonchos y peludos, siempre alerta para desaparecer bajo las rocas, donde discurren kilómetros de enrevesados túneles. La posibilidad de avistarlas fue el aliciente que necesitaban las piernas de Albert para transitar por una aburrida ancha pista de tierra, y muy pronto lo consiguió, mucho antes de lo que yo esperaba.

Casi desde los primeros pasos empezamos a oír los inconfundibles y potentes silbidos de alerta de las marmotas centinelas, y enseguida nos topamos con las primeras, una pareja de adolescentes que se dejaron ver sin demasiados reparos en unas rocas junto al camino.

Una marmota toma el sol sobre una roca. Foto: Benjamín Recacha ¿Encontráis las marmotas? Foto: Benjamín Recacha

Un rato después ya las habíamos visto de todos los tamaños, tomando el sol, correteando por las laderas alfombradas de verde, de esa manera engañosamente torpe tan característica, o vigilando alguna de las infinitas entradas al complejo subterráneo de Marmotapolis. Yo pensaba que la capital del país de las marmotas era Barrosa, pero comparado con el entorno del río Real se queda en ciudad del extrarradio.

Parece ser que las reintrodujeron a mediados del siglo pasado, tras milenios de ausencia, y la falta de depredadores naturales (quizás alguna águila real o algún zorro las caten de vez en cuando) ha favorecido su exitosa expansión.

Ortigo, contemplando el reino de sus parientes mortales.   Foto: Benjamín Recacha

El caso es que hicieron las delicias de Albert y de su mascota Ortigo, una marmota de peluche que adquirimos en El Cadril de Bielsa (donde también venden ejemplares de El viaje de Pau, igual que en el Museo), que tuvo la oportunidad de conocer a sus parientes chillonas.

Roedores aparte, el entorno, como decía, es impresionante. Además, hacía un día radiante, con lo que los colores dispuestos sobre ese lienzo inigualable que es la naturaleza salvaje, lucían en todo su esplendor.

El agua brota por todas partes.   Foto: Benjamín Recacha

Toda esa parte del Pirineo, en torno al macizo de Monte Perdido, destila la belleza de lo indomable, de lo que escapa al control y a las proporciones humanas. Las montañas, los precipicios, las rocas caídas, los ríos rugientes con sucesión de cascadas, los árboles retorcidos que se aguantan en equilibrio precario en lugares imposibles, los prados idílicos interrumpidos abruptamente por los restos de una avalancha o de una riada… Todo aparece en un desorden tan abrumadoramente bello que resulta inútil intentar asimilarlo. Rodeado de semejante espectáculo sólo cabe abrir los sentidos.

El valle del río Real reúne todas esas características. Y además de disfrutar de la belleza paisajística, ese día tuvimos la suerte de poder sentirnos parte de la vida salvaje del lugar.

Ahí comimos, como felices marmotas.

Paramos a comer bastante cerca del final del valle, de la zona conocida como llano de Petramula, en un prado salpicado de rocas. Utilizamos una de ellas como improvisado restaurante. Ideal. Albert y yo recorrimos los alrededores y nos llevamos una sorpresa al descubrir el cadáver de una vaca del que sólo quedaba la piel y los huesos. Debió despeñarse durante alguna tormenta y los buitres habían dado buena cuenta de ella. Era la primera vez que me encontraba algo así, pero es que un rato después dimos con otra, junto a un arroyo, en las mismas condiciones. Las aves carroñeras acababan de concluir el festín y, de hecho, dos espléndidos ejemplares de buitre leonado hacían la digestión tranquilamente unos metros ladera arriba, sin inmutarse lo más mínimo por la aparición de tres humanos que exteriorizaban su asombro por poder admirar, desde tan cerca, a tan magníficos animales.

La naturaleza es implacable y los buitres no desaprovechan un buen banquete. Foto: Benjamín Recacha

Es posible que parte del esqueleto de las reses acabara sirviendo de alimento también a la pareja de quebrantahuesos que sobrevoló el escenario mientras comíamos esos bocatas que, en plena naturaleza, saben a gloria. Gracias a los prismáticos pudimos admirarlos con detalle, como hicimos un año antes de camino a la cascada del Cinca, en el Valle de Pineta. Más alimento para los sentidos.

No se me ocurre un restaurante con mejores vistas.   Foto: Benjamín Recacha

Desde nuestra roca, bajo la imponente silueta del Pico Comodoto, veíamos toda la cresta de la Sierra de Espierba, por donde habíamos transitado sólo unos días antes. Detrás nuestro, el Pico Robiñera y un torrente saltarín que descendía desde los lagos de la Munia de cascada en cascada para unirse al recién nacido río Real. En aquella dirección acabaríamos encaminándonos.

Contemplar esa sucesión de cascadas fue el premio a nuestra caminata.   Foto: Benjamín Recacha

Llegamos a Petramula, donde el camino se bifurcaba. Hacia la derecha continuaba la pista ancha que subía a Ruego, hacia la izquierda se abría un sendero, cruzando un puente sobre el río, que debía conducir al Comodoto. Nosotros continuamos de frente, por un caminito estrecho, que ascendía hacia la Munia. Obviamente, nuestra única pretensión era acercarnos hasta la cascada que cerraba el valle; parecía un buen final para el paseo. Y vaya si lo fue.

En la falda del (creo que) Tozal de las Coronetas descansaban dos buitres.   Foto: Benjamín Recacha

Caminando por la hierba alta, en una pradera repleta de madrigueras excavadas por las marmotas, sorprendimos a varias de ellas. Al otro lado del río vimos a los buitres que descansaban tras el festín, y decidimos acompañarlos (a cierta distancia) relajando nuestros pies en las gélidas aguas de un torrente que escogimos como meta de la jornada.

Recuerdo aquel rato como uno de los más inolvidables de los montones de ratos inolvidables que he vivido en aquellas montañas. Sentado en una roca junto al arroyo, con los pies en el agua, contemplando la cascada, la silueta majestuosa del Comodoto, los buitres, la pradera, el valle que se extendía rodeado de alturas y bosques, bajo un azul luminoso y escuchando a la naturaleza, me sentí parte del decorado, en armonía con el entorno.

El Pico Comodoto, majestuoso.   Foto: Benjamín Recacha

Y sentí que qué complicados somos los humanos, qué ridículas parecen nuestras preocupaciones cuando te ves rodeado de semejante espectáculo y, simplemente, dejas de pensar.

Una de las peores pesadillas de mi infancia y juventud era imaginar que construían un complejo turístico en el Valle de Pineta, con teleférico e incluso carretera que ascendían hasta el Balcón y el lago de Marboré. Lo pasaba realmente mal cuando soñaba que la codicia humana destruía aquel paraíso. Y es que pocas cosas se pueden comparar al placer de dejarse abrazar por un entorno natural salvaje, admirarlo y sentirse tan insignificante y tan poderoso a la vez. Quien no ha experimentado esa sensación no sabe lo que se pierde.

Yo no imagino mi vida sin esos momentos mágicos.