En el sofá y a cuatro patas

Por Expatxcojones

La Peque acaba de nacer, 2013, Llavaneres. expatriadaxcojones.blogspot.com


Metáfora de un tránsito XIIcalle del Doctor, Sant Andreu de Llavaneres
Es, sin duda, el piso más pequeño y donde menos tiempo he pasado —apenas un par de semanas— pero no por ello el de menor importancia. Todo lo contrario. Aquí viví una de las experiencias más grandes de mi vida.
Hacía un par de años que residía en Marruecos cuando me quedé embarazada por segunda vez. Al igual que con Terremoto, deseaba un parto natural, pero al contrario que con él, esta vez había decidido tenerlo en casa. Sólo había un problema. En España no tengo casa. Descartada la de mis padres, la de mis suegros y alguna que otra por distintos motivos, optamos por alquilar un piso exclusivamente para la ocasión. Lo encontramos en esta pequeña localidad del Maresme. Cuarenta metros cuadrados. Bien situado, amueblado y listo para entrar. Me acuerdo del nombre de la calle y me parece un tanto irónico. Un guiño del destino. Del Doctor se llama, precisamente cuando lo que pretendía era huir de ellos.
Si le digo a la gente que he dado a luz en casa —superada la sorpresa inicial —surge siempre la misma pregunta. Da igual quien la formule; siempre es la misma.
—¿Dónde? ¿En la cama? —Pues no. En el sofá y a cuatro patas.
La gente piensa que soy valiente; se equivocan. No lo soy en absoluto. Soy controladora, mandona y cabezona. Por eso deseaba parir en casa. Quería elegir cómo, dónde y con quién, del cuándo ya se encargaba La Peque.
Se retrasó más de dos semanas —lo cuento ampliamente en Tal día hará un año — y cuando ya estaba a punto de darme por vencida, llegaron las contracciones.
Son las once de la noche, llamo a la comadrona, que con sólo escuchar mi voz, sabe que ha llegado el momento. En seguida se presenta dónde nosotros, con todo su instrumental. Ni siquiera lo advertí, concentrada como estaba en respirar.
Al contrario de lo que sucede en el cine, en mi parto no hay gritos histéricos ni nada que se le parezca. Todo se desarrolla en un ambiente íntimo y silencioso. Luz tenue, el Kalvo cogiéndome la mano y la comadrona moviéndose sin hacer el menor ruido, como si en lugar de tratarse de una persona se hubiera convertido en gato. Habían pasado sólo dos horas desde la primera punzada cuando sentí que me partía en dos.
   —Tengo ganas de apretar —recuerdo que le dije a Imma —pero no puede ser… es muy pronto ¿no?   —Si tienes ganas, hazlo.
Apreté, como me dijo, y en menos de veinte minutos, la escuche otra vez.
   —Cógela, cógela tú… ya sale.
Y ahí estaba. Entre mis piernas. Su preciosa cabecita y su cuerpo menudo. Todo pegajoso. Blanco. Sin rastro de sangre. No puedo explicar lo que sentí, es inexplicable. Sólo sé que la cogí y me la puse encima, ahora sí, tumbada en el sofá. Mientras se desprendía la placenta y la comadrona evaluaba los daños, que fueron pocos, apenas dos puntos para un leve desgarro, no podía dejar de mirarla.
Con siete días de vida —lo permitido por la compañía aérea y aconsejado por el pediatra—La Peque y yo volamos de vuelta a casa porque, en Tánger, está nuestra casa. Y aunque a veces reniegue del país, eche en falta a los amigos y dramatice sobre la perdida de mi trabajo, en esta ciudad está mi vida.
Quince meses después, el aire me trae rumores. Con el viento llegan a mí palabras como traslado, cambio de colegio, francés, colapso automovilístico y contaminación.
En una palabra, mudanza. En dos, Casablanca.