No debería ser muy difícil armar una sesuda teoría que argumentase que percibimos mejor un dibujo en blanco y negro que en color. Cosas de las diferentes sensibilidades de los canales cromáticos y acromáticos del sistema visual, parvocélulas, magnocélulas y demás fauna que habita por nuestras retinas y córtex. Hasta quedaría elegante, oigan, con un poco de matemáticas y teoría de la señal por medio. Pero no dejaría de ser un absurdo intento de autojustificación de un gusto por ese blanco y negro que, para muchos de nosotros, es glorioso. La realidad es que las razones son mucho más simples y mundanas: nuestra memoria se construyó en blanco y negro. No podemos evitarlo, esos ignotos mecanismos nostálgicos, el olorcito de la famosa madalena, se nos disparan cuando vemos algo en blanco y negro. Supongo que porque los recuerdos de nuestra infancia son en ese glorioso blanco y negro: cuando sólo podíamos elegir entre VHF y UHF, y todo lo que emitía la tele tenía ese particular aroma de la falta de color. Vimos por primera vez a John Wayne -Juan Vaine, que decía mi abuela- cabalgando, a Gary Grant buscar un leopardo o a James Stewart lamentar que no podía dar la vuelta al mundo en blanco y negro, como fueron ideadas, pero vimos también centenares de películas sin saber que los grises nos robaban los colores originales. Los Thunderbirds, El capitán Tan y los hermanos Malasombra, Bonanza, Las calles de San Francisco y El fugitivo se alternaban también entre la ausencia de color y poco nos importaba que las verdes praderas por las que corría Heidi fueran grises o que los coloridos bólidos de Meteoro compartiesen gris. Y los tebeos que leíamos eran también casi todos en blanco y negro: la primera vez que me maravillé con Flash Gordon, El Hombre Enmascarado, Príncipe Valiente o Los Cuatro Fantásticos fue en blanco y negro. Verdad es que los tebeos para niños tenían muchas páginas en color, pero creo que nos sentíamos más mayores cuando leíamos tebeos en blanco y negro, en glorioso blanco y negro.
Hoy sabemos que aquellos tebeos y aquellas películas eran en color y los reivindicamos como tal, pero no podemos evitar rendirnos ante la nostalgia devastadora de una memoria pintada en blancos, negros y grises.
Se podría decir que también que no se lee el tebeo de verdad, y es cierto, pero lo que uno busca en estas ediciones no es repetir la lectura de una obra que, muy posiblemente, tenga ya en su versión en color, sino dedicarse a la admiración del dibujo por el dibujo, olvidando todo lo demás. Dejar la historieta de lado y detenerse en el trazo, en la mancha, en la línea, disfrutando del dibujo sin la imposición de la historieta, como cuando se admira un original aislado. Y lo que se disfruta, oigan. Aunque luego vengan las absurdas discusiones clásicas de aquellos que intentan imponer a la historieta los criterios del dibujo y viceversa, sin darse cuenta de que se puede disfrutar de todo sin renunciar a nada. Pero ése es otro tema, porque estas ediciones sólo tienen sentido cuando se puede disponer de las dos opciones.
Bienvenidas sean cuando se hacen desde la posibilidad de elegir libremente qué quiere el lector, como la edición que acaba de colocar Diábolo en las estanterías, exquisita.