.Estas dos líneas de vida, la de padres e hijos, se igualan en un momento y luego se invierten. En la vejez, y a medida que esta avanza, debemos cuidar de los ancianos casi tanto como se cuida a un bebé. Retirarse de la vida es un proceso lento y gradual, como lo es integrarse a la misma. Hay una serie de cosas que puedes hacer para lograr que tus padres ancianos transiten de la manera menos dolorosa posible esta parte de la vida. En el mismo acto será para ti mismo un alivio poder ayudarlos y mejorar sus posibilidades de vida. -lentamente los ancianos van perdiendo la firmeza en su andar, un simple tropezón es caída. Es ya sabido que los golpes o caídas a edades avanzadas suelen ser el punto de partida para un desmejoramiento continuo.
Los huesos están mucho más frágiles y se rompen rápidamente. La recuperación es lenta y siempre deja secuelas, los huesos rotos no sueldan bien, generan luego dolores y como consecuencia de estos y de la inseguridad incrementada por la caída, la movilidad se reduce drásticamente. Pero no son estos los peores dolores, los dolores los llevan en el alma al verse cada vez mas incapacitados y al considerarse ellos mismos un estorbo,ellos tuvieron paciencia y amor ayudandonos a dar nuestros primeros pasos con que cariño nos levantaban una y otra vez nos acariciaban las rodillas peladas de golpearnos contra el suelo, todos tenemos recuerdos de cuando nos hacíamos pipi encima y un poco abrumados nos acercábamos y buscábamos refugio para pasar los menos apuros posibles, ellos ni una palabra de reproche siempre cariño y amor comprension por una vida nueva que se abría paso, el curso de aprendizaje habia comenzado, nos enseñaron a controlar nuestras necesidades fisiológicas y a crecer con la certeza de que ellos estaban ahi para cuidarnos y protegernos, cuando por las noches algun mal pensamiento acudía a desvelarnos el sueño nuestros padres acudían prestos para rescatarnos de la mala experiencia y con una ternura especial nos arrullaban para que nuestros temores desaparecieran, siempre estaban a nuestro lado para hacernos mucho mas fácil nuestro vivir diario y que creciéramos protegidos y amados.
Ahora cuando llegue ese momento debemos estar a la altura de las circunstancias y velar por nuestros mayores ayudandoles en la ultima etapa a recorrer y que sea lo mas llevadera posible la naturaleza humana tiende a su paulatino final; el último tramo de la existencia de la vida de las personas, cuando ésta no es arrebatada sorpresivamente en etapas prematuras, se denomina vejez. La vejez es un proceso sin inicio claro, aunque con un final concreto: la muerte.
He encontrado un relato anónimo sobre una cruda realidad que es una situación en la que vive un anciano que es recogido por su hijo que le lleva a vivir con el, dice asi:
Soy un anciano y creo que no voy a tardar mucho en morir, incluso lo deseo, porque ya no me queda nada que hacer en la vida y, aunque me quedase, me sería imposible, estoy secuestrado en un cuarto triste, en un piso pequeño dentro de una ciudad que no conozco, vivo con mi hijo pero no lo veo casi nunca, viene una vez al día a darme de comer, cambiarme el pañal y asearme, mientras no me muero, lo único que puedo hacer es mirar el techo y soñar cuando veo el par de zapatos nuevos que traje de la aldea colocados al lado de la cama.
Cuando despierto, observo el techo para asegurarme de que sigo vivo, después bajo la mirada buscando los zapatos, los zapatos están a la vista, le pedí a mi hijo que los dejase bien a la vista, juntos, dentro de una baldosa: los tacones pegados a la pared y las puntas hacia la cama, hace meses que yo no
los utilizo, llevo tanto tiempo metido en cama que el cuarto, de no ser por las manchas de humedad en el techo y los zapatos, sería un ataúd. Cuando miro los zapatos siento una alegría infantil, una especie de esperanza ingenua e inútil que me conforta. Quizás algún día mi hijo me levante de la cama y me lleve a conocer la ciudad, como me había prometido. Pero lo más seguro es que no lo haga, lo más seguro es que mi hijo me calce los zapatos cuando me muera, O quizás ni eso, tal vez un día deje de venir por casa y me olvide aquí, pudriéndome, eso sí que me asusta, pudrirme dentro de esta habitación.
Los primeros meses calzaba los zapatos y salía a la calle, paseaba por un pequeño parque al lado de casa. De vez en cuando incluso hablaba con algún viejo tan abatido como yo y nos sentábamos a mirar. La vista era lo único que nos mantenía en contacto con la vida: observábamos a la gente, las palomas, los árboles. Yo tenía miedo de alejarme más. Después del parque volvía a casa, me descalzaba, limpiaba los zapatos con la manga de la chaqueta y los colocaba dentro de la baldosa.
Los había traído de la aldea, eran mis zapatos de los domingos. Creí que al venir a vivir a la ciudad con mi hijo, estaría todo el día caminando por lugares elegantes, por lugares donde no sería adecuado caminar con las botas viejas que usaba para trabajar la tierra. Y los traje conmigo, los zapatos de domingo. Los tenía puestos cuando mi hijo me fue a buscar. Vine triste a la ciudad, pero tenía una cierta ilusión porque al fin y al cabo yo era todavía un viejo curioso y tenía suficiente energía para alimentar pequeñas pasiones y ciertos deseos. No sabía entonces lo que me esperaba en la ciudad. Mientras viajaba con mi hijo en el coche, no tenía ni idea de que lo único que él pretendía era calmar su conciencia. Pero yo no sabía nada de eso, no sabía que clase de remordimientos obligaron a mi hijo a arrancarme de los paisajes amados. Todo había sido bastante fácil hasta ese momento. Nací, crecí, me enamoré, me casé, fui padre. Trabajé como un condenado, es cierto, pero tuve hermosos momentos de placer con mi esposa, con el niño, con los amigos. Pesqué, cacé, jugué partidas interminables en el bar de la aldea. Fui feliz, suficientemente feliz. Recuerdo más momentos hermosos que momentos dolorosos. Siempre fui un hombre optimista.
-Nos vamos a la ciudad, papá-me dijo-. Allí estarás conmigo y podré cuidarte. La ciudad es grande, te gustará.
Me hizo ilusión irme a la ciudad, además me prometió que en las vacaciones volveríamos a la aldea y podría atender las fincas y ver a mis amigos. Llevé conmigo entonces la ropa de los domingos, sobre todo los zapatos nuevos para caminar entre la gente elegante. Incluso me gustó, cuando llegamos al piso minúsculo que habitaba, que mi hijo me regalase unas zapatillas. Me parecieron confortables. Era un buen calzado para estar en casa, el poco tiempo que yo creía que estaría en casa.
Pero llevo muchos meses enterrado en este cuarto, con las zapatillas llenas de agujeros y de tristeza y con los zapatos de domingo atrapados dentro de una baldosa. Y sólo me queda el placer, la ilusión, de mirarlos.
Quisiera que visualizaran este video por que sin duda les conmovera, es un cumulo de sabiduria y de experiencia. Un saludo.