Más allá de la reserva de un lugar de destino, no soy muy de preparativos de viaje. No sé con qué intensidad. Ni mucha ni poca, como la distancia buena de manos para tocar las campanas de Paquito (Manuel Alexandre), el sacristán de Amanece que no es poco. Mucha cuando me llevé al lago de Como un ejemplar de Los novios de Manzoni, que seguí leyendo allí. Poca esta vez, pues, más allá de querer visitar Mondoñedo por recordar a Álvaro Cunqueiro, la única premeditación —la de mi hermano J— ha sido genealógica, ya que íbamos a estar muy cerca de las tierras lucenses del origen del apellido Lama. El Museo Provincial de Lugo que alberga un retrato al óleo de Manuel José de Lama y Castro, nuestro tío bisabuelo, y una parada en el cementerio neogótico de la parroquia de San Juan de Alba, a escasos kilómetros de Villalba, a la vera de la N-634, llena de lápidas con nuestro primer apellido, han sido dos lugares sobrevenidos de un viaje en el que casi todo lo hemos experimentado sin un guion previo. Ni siquiera en lo literario, que se nos podría suponer. No. Sin buscarlo, ha sido un viaje muy literario, y no solo porque los momentos de descanso los hemos llenado con lecturas —terminé de leer Valdargar. Memoria del desarraigo (Editorial Sonora), de Benito Estrella; leí Marcelo perdió el empleo (Seix Barral), de Gonçalo Tavares; y empecé Miseria (Alfaguara), de Dolores Reyes, que estoy terminando—, sino por la cantidad de referencias que han ido surgiendo en otros parajes distintos a ese municipio de nacimiento del autor de Las crónicas del Sochantre, en donde pasamos solo un par de horas —lo justo para encontrarme sorprendente y gratamente con una familia conocida de Cáceres. Entre Castropol y Vegadeo, se encuentra Seares, la parroquia de ese concejo de la leyenda de La Searila, que narra la historia de una bella joven de allí —Rosa Pérez Castropol— que murió prematuramente y cuyo cadáver fue mandado desenterrar por el marido —Antonio Cuervo Castrillón, que fue gobernador civil de La Coruña—, que quiso quedarse con un mechón de su cabello, desesperado por no haber llegado a tiempo para ver a su esposa con vida. En la Casa de la Cultura de Castropol, antiguo Casino y hoy sede de la Biblioteca Menéndez Pelayo, la pionera y centenaria Biblioteca Popular Circulante —otra de las lecciones no esperadas del viaje—, hay una inscripción que recuerda la leyenda. Desconocía esta curiosa secuela del arrebato necrófilo de las Noches lúgubres de Cadalso. También en Castropol —a donde llegamos andando desde Figueras— conocí que Luis Cernuda había estado allí en agosto de 1935, con el pintor Miguel Prieto, en las Misiones Pedagógicas organizadas por el Gobierno de la República, y que de su estancia de unas pocas semanas proviene su relato —poco amable, sin embargo, con el sitio— «En la costa de Santiniebla», que publicó en Hora de España (núm. X), en octubre de 1937, y que he leído en el tercer volumen —segundo de Prosa— de la Obra completa de Ediciones Siruela, la de Derek Harris y Luis Maristany (1994). Escribió Cernuda: «Pero Santiniebla tiene en cambio la ría. Cuando a la caída de una de esas largas tardes de verano se baja la senda que desde lo alto de la colina lleva hacia el malecón, el denso perfume del mar, el misterioso grito de las gaviotas sobre la brillante superficie de las aguas, sólo encrespadas allá, entre las sombrías rocas que guardan la entrada de la ría, entonces yo os aseguro que poco accesible será a la naturaleza quien no sienta sus pupilas enturbiadas por las lágrimas» (pág. 381 de la edición citada). Ha sido, pues, un viaje más literario de lo que se preveía, incluyendo una visita al negocio más antiguo de Ribadeo, la librería de Vivín, de 1929, en la que compramos media docena de volúmenes viejos y nuevos, y cuyo dueño es un superviviente que, por la memoria de los suyos, batalla para celebrar su centenario. Todo sobre la ría del Eo.