En la estación de trenes de La Plata

Publicado el 13 marzo 2014 por Evaletzy @evaletzy
Ni estás perdida en el medio de la Pampa húmeda sin gaucho que te rescate, ni estás hospitalizada por sobredosis de cañoncitos con dulce de leche. No escribes porque sigues en Buenos Aires y tu agenda arde, arde bien ardida. Que el querido lector no tema por ti, le aseguras que estás vivita y coleando, o mejor dicho, vivita y comiendo.
Hete aquí que tu abuela reside en la ciudad de La Plata. Pasas unos días con ella hasta que decides partir hacia Quilmes, a cuarenta kilómetros, donde vive tu madre. «Adiós abuelita, adiós», le dices y te diriges a la esquina de su casa donde paras un taxi. «A la estación de trenes», le pides al conductor. Si no fuera porque los coches de Fórmula 1 son monoplaza pensarías que acabas de subirte a uno. En cuanto cierras la puerta, el señor tachero (llamémoslo como aquí se lo llama) pisa el acelerador, lo pisa bien pisado, que al señor tachero no le gusta pisarlo a medias. El buen hombre, además de ser el mismísimo hijo del viento, no frena en bocacalles ni en pasos de cebra. Como si esto fuera poco ni siquiera mira o desacelera en los cruces. Y un último detalle que te hace feliz a tutiplén: tampoco frena en los semáforos en rojo. La radio está encendida y el locutor no tiene mejor idea que comentar todos los puntos de La Plata donde recientemente han ocurrido accidentes. Te dices que quizá no deberías hacerle el feo al cinturón de seguridad y procedes a ponértelo. Te quedas con las ganas, puesto que aunque lo buscas con ahínco, nunca lo encuentras. La ventaja es que el Fernando Alonso tachero que te lleva en el aire por las calles platenses te deja en la puerta de la estación de trenes en mucho menos tiempo del esperado. Le pagas $25 y, rauda, pues tienes miedo de que arranque de nuevo, te bajas. Al entrar en el hall principal de la estación te encuentras con una gran cantidad de gente. Diriges tu vista hacia el cartel indicador de andenes y descubres que está muerto. Le preguntas a un hombre uniformado a qué hora sale el próximo tren. El señor suspira, y mientras se seca el sudor de su rostro con un pañuelo, te dice como si nada: «Un tren descarriló y no se sabe cuándo van a volver a funcionar». Si en la boca no te entran moscas es porque no las hay en la estación, puesto que al escuchar las antedichas palabras ese agujero por el que comes se despliega al máximo de sus posibilidades. Antes de que le puedas hacer otra pregunta el hombre se aleja. Decides ir a la estación de colectivos, que se encuentra a cuatro cuadras, pues recuerdas que desde allí sale un colectivo que va a Quilmes. Al llegar preguntas. Nadie sabe de dónde sale el colectivo de tu interés. Preguntas y sigues preguntando. La gente te mira como si quisieras saber cómo llegar a Bosnia-Herzegovina. Hasta que un hombre te dice que ese colectivo no existe más, que lo que puedes hacer es tomar un colectivo a Pasco y desde ahí tomarte otro hasta un sitio desde donde te puedes tomar un tercero que te dejará en la estación de Quilmes. De tus recuerdos de cuando vivías por estos pagos te suena que Pasco es un lugar poco recomendable. Llamas a tu madre y le preguntas qué te conviene hacer. Tu madre te aconseja como madre: te dice que a Pasco no vayas ni loca y que te tomes un taxi. Para poder pagar el precio que el taxista te pide en la puerta de la estación de colectivos para llevarte los cuarenta kilómetros que te separan de Quilmes tendrías que vender varios órganos. Tú estás encariñada con tus órganos, así que decides regresar a la estación de trenes y esperar ahí el tiempo que haga falta hasta que te puedas subir a algún tren. Caminas las mismas cuatro cuadras de antes y ¡miracolo!: al ingresar en el hall lo encuentras vacío. Miras el cartel indicador y ves que te invita a que vayas al andén número dos. Corres feliz, corres y te ves en Quilmes tomando mate con tu madre, corres y sonríes. Cuando llegas a la puerta de acceso al andén se te caen todas las sonrisas, se te caen bien caídas puesto que una mujer te cierra la puerta de acceso al andén en la cara. «No cabe ni un alfiler en el tren», te dice la mujer cuya misión en la vida es la de alejarte de tus deseados mates. Eres consciente de que llegado este punto del relato el amable lector está pensando que no te puede pasar todo lo que te pasa. Sobre el mayor de los tesoros, los ñoquis de ricota amasados por tu abuela, le juras al lector que a ti te ha sucedido todo esto, y mucho más...