En la frontera

Publicado el 23 agosto 2015 por Carmentxu

Hace 15 días que espero a las puertas de la frontera. Los muros imaginarios, seguramente también imaginados, parecen inexpugnables. Lo son. Están construidos a prueba del tesón que me alienta. Estos días en los que el sol cae a plomo, tengo sed y me alimento de la esperanza de que vuelvas cuando en realidad nunca estuviste aquí. No reconocerás el camino nunca. Quizá todo ha sido un espejismo, tus palabras certeras y también tus ojos ciegos que nunca me vieron. Quizá también esta frontera.

Pero aquí sigo, quieta para que me encuentres. Y los muros son tan densos, tan altos, que no me llega siquiera sonido alguno del otro lado. Y este silencio me aturde y no me deja pensar. Y tampoco quiero pensar. Y leo para olvidar y vivir otras vidas, ni mejores ni peores, solo diferentes. Y vagabundeo por las calles medio vacías de agosto por ver si te encuentro a la vuelta de la esquina. Camino sobre adoquines derretidos por el calor, que se mueven bajo mis pasos lentos, mecidos por las olas. Y me abstraigo  para no caer en la cuenta de que no es el mar lo que ahora transcurre espeso ahí abajo.

Espero que se abra la frontera, o que al alba desaparezca y se difumine como una pesadilla, como los monstruos que viven de noche. Pero no llega la paz, ni la guerra, ni nada. Solo este silencio que me mantiene alerta y no me deja dormir. Y mantengo las manos abiertas apoyadas en la muralla. Puedo estar horas contando las grietas, descubriendo huellas de otros, imaginando mil y una historias. Al contacto con la piedra dura me hago más pequeña, y ya no tengo fuerzas para alejarme y volver, abandonar para siempre este muro que me aísla. Espero una llamada del otro lado que no llegará nunca. Lo sé pero, aún sabiéndolo, espero.

Cada mañana reconstruyo yo también mi muro de indiferencia, precario, irregular, en tierra de nadie, una particular burbuja inmobiliaria. Pero llega el sol abrasador o un mal viento del oeste y cae con él mi pequeño ejército de palabras de consuelo en retirada desordenada. Cada atardecer barro los escombros y miro los añicos mientras imagino un nuevo parapeto para el día siguiente. Es un salvavidas para no ahogarme cuando suba la marea en esta playa de tristeza donde he quedado náufraga. Y ni siquiera oigo el mar. El silencio aterra porque te enfrenta a tus fantasmas, los habituales y los recién llegados.

He visto que has empezado a poner alambradas cuando me imaginaste construyendo unas escaleras con ramas quebradas de las maderas que trajo este mar de silencio. Y es tanto el dolor y la pena, la rabia y la impotencia, y la decepción, que hasta he empezado a llorar yo también en silencio. Y cuando sube la marea, me ahogo.