¿Qué me indujo a entrar? No lo sé. Quizá la humilde placa que, deslucida y rota, conmemora su quinto centenario, o la búsqueda de un recogimiento que casi siempre encuentro en las iglesias. Al traspasar su puerta, me sorprendió un susurro de voces en el inmenso ámbito vacío y grave: allá al fondo, tras el altar, el cura oficiaba misa y, perdidos entre las hileras de bancos, cinco fieles otoñales, sólo cinco, asistían a la celebración, acompañando a aquél en los rezos. Me invadió una lasa tristeza: la nostalgia de una cultura que se extingue; quizá, también, el testimonio de mi propia vida. Permanecí unos minutos bajo la umbría nave, abrumado por el fragor de los recuerdos evocados al son, sempiterno y oscuro, de la letanía y a la vista de los celestes capiteles e iconos. Luego, espantando a los fantasmas con un imaginario ademán de la voluntad, salí de nuevo a la luz de la primavera.
El catolicismo no es, para mí, cuestión de creencias, sino de raíces.
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