En la procesión de Diego Trelles

Publicado el 13 diciembre 2017 por Apgrafic
Diego Trelles durante la entrevista. | © Michelle Carrasco

Entrevista realizada por Martín Carrasco

Desde que salió Conversación en la Catedral, esa monumental novela de Vargas Llosa sobre la dictadura de Odría, el Perú ha quedado huérfano. Lamentablemente no de dictaduras, sino de nuevas novelas que le hablen a ella, que pretendan abrir un diálogo y sugerir un diagnóstico, por más pesimista que éste sea.

La más reciente vivida como nación es la ejercida por Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Mi memoria no registra obra que aborde, con la dimensión de Conversación en la Catedral, los años del ejercicio de su poder. Ni si quiera el propio Vargas Llosa lo ha logrado cuando publicó hace poco Cinco Esquinas, novela fallida cuyos alcances quedaron por debajo de las expectativas que sugería. Es por ello que la aparición de La procesión infinita, la última novela del escritor peruano Diego Trelles, enciende una vez más esa búsqueda de confrontación con una década crucial para entender el Perú de hoy, que desde la Academia ramas como la historia, la sociología y afines abordan, pero que han dejado a la literatura como una gran deudora.

La cita es en Jesús María, le he pedido a una prima que me acompañe y tome las fotos al escritor. Hemos quedado en vernos en una conocida panadería del distrito, en la avenida Salaverry. Son las diez de la mañana, en el primer piso no hay suficiente luz para las fotos. Aún no llega Trelles.

El segundo piso es de ventanas amplias, la iluminación cumple con las limitaciones de la cámara. A nuestro lado, un señor mayor lee El Comercio, bebe su café y quizás no se pregunte por esa deuda que aún nos tiene la literatura. Jesús María queda muy cerca a Magdalena, barrio del escritor y escenario de algunas de sus obras.

―Tiene la calle de un chico de barrio de Magdalena ―me dijo hace unos días alguien mientras hablábamos de La procesión infinita, pero se fue sin antes explicar a qué se refería con eso. Magdalena es un distrito referencial para la literatura peruana e incluso para el cine. Cuenta con una película insignia como Ciudad de M, basada en otra novela, injustamente olvidada, como Al final de la calle.

―Ahí viene.

Mi prima señala con el dedo y Trelles nos reconoce, vale decir que nunca nos hemos visto. Ha sido amable, pienso, en aceptar esta entrevista teniendo la agenda recargada que debe tener al presentar dos libros casi al mismo tiempo. Pues el novelista también acaba de publicar su ensayo ganador del premio Copé, de extenso título: Detectives perdidos en la ciudad oscura. Novela policial alternativa en Latinoamérica. De Borges a Bolaño.

Él no lo sabe, pero hace poco lo vi en el Sargento Pimienta y entonces pensé en el Chato, personaje reincidente en su nueva entrega. ¿Qué tanto se parecen? Diego me comenta que le divierte utilizarse a sí mismo como personaje, como alter ego reconocible y generar esa confusión. No son el mismo, claro está, pero lo hace llamar el Chato y yo le llevo a él ―a Trelles― unos centímetros, sin ser alto.

Frente a mí un escritor que empezó en el cine y cuyo último trabajo ha quedado finalista del premio Herralde de novela, contando una historia que aún nos toca en presente.

―¿Cómo escribir sobre una situación política sin caer en el panfleto?

―Yo creo que el panfleto es un problema de tratamiento no solamente de la política, sino de un montón de cosas y creo que ahí está el talento del escritor. Algo importante es diferenciar al ciudadano del escritor, al artista de la persona pública. Yo, como persona pública, como ciudadano, tengo una opinión y la hago patente a través de la prensa y de un muro que es personal. Pero como escritor hago mis novelas desde la distancia. Y una de las cosas que uno va aprendiendo es que no tienes que decirle a ningún lector cómo debe pensar, qué estuvo bien o qué estuvo mal, sino proponerle escenarios posibles de cosas que en mi caso son hechos históricos. A mí me interesa hablar con los lectores, que los lectores se apropien del libro, que a partir del libro saquen las conclusiones que ellos quieran. Pero lo panfletario, lo que te lleve a los esquemas de lo que estuvo bien o estuvo mal, lo que es permisible o correcto no me interesa.

Conseguir una distancia es complejo y casi siempre es un debate permanente y abierto. ¿Sobre qué debe hablar la literatura? Para Trelles, un escritor realista, su literatura habla de lo social, de lo que jode, de esa herida abierta nacida con su generación. Abordarla constituye un reto en lo emocional y en lo técnico. Y es que La procesión infinita aborda una memoria compleja en pocas páginas. Lo que podría constituir un reto.

―Supuso un reto porque veníamos de Bioy, que es un edificio, un manicomio sin puertas. Que forma parte de la misma trilogía (que no es saga) y en la que yo creo que la complejidad de Bioy se mantiene, mas no la severidad. La procesión infinita es una novela más amable con los lectores, Bioy era áspera. A mí no me interesa embellecer una situación que estaba fuera de control, absolutamente caótica. En ese sentido, Bioy era un intento de acercarte a esa realidad espantosa para reflexionar sobre ella e intentar de alguna manera superarla. No me interesan las novelas de violencia con un trasfondo de novela rosa o con un embellecimiento innecesario de algo que fue infernal.

A la opción política, le sigue una estética. Me urge preguntarle a Trelles sobre dos presencias que percibo en su escritura: Vargas Llosa y Bolaño.

―¿Cómo es tu relación con ellos?

―Vargas Llosa es bien claro en mis inicios, no sólo él sino Ribeyro, Reynoso, muchos. Pero Vargas Llosa no sólo era clave para mí, sino para muchos de los escritores de mi generación que están triunfando. Esta es una pregunta que acá en La procesión infinita es frontal, en un intento ya desde la estructura misma que tiene a estos dos personajes dialogando en una mesa en Francia, que son Pochito Tenebroso y el Chato. La alusión es clara a Ambrosio y Zavalita, de Conversación en la Catedral. Lo mismo Bolaño, él es un punto de inflexión, cuando empezaba ya mi carrera, a los veintitantos, yo había leído a todos los del boom, pero uno de los problemas graves de la gente de mi generación era que no sabían cómo quitarse. Hacían novelas muy buenas a veces, pero absolutamente “vargallosianas” y a mí me parecía que ese era un camino errado, ya que que significaba seguir la estela de un escritor que tenía un camino propio.

Bolaño sugiere una mirada aparte. No se trata sólo de su escritura, sino del descubrimiento de esa otra literatura menos difundida, escondida bajo la sombra del boom y que el chileno ayudó a rescatar. De la conversación surgen nombres como Piglia, Levrero, Ibargüengoitia.

―Me interesa mucho los escritores que son, en términos formales, muy arriesgados. Que tienen dominio técnico y que al mismo tiempo te pueden contar una historia.

Mientras escribo esto es probable que una mujer esté siendo atacada o simplemente siendo ignorada dentro del gremio literario, donde los que abundan son hombres. Por ello el tema de la mujer emerge en la conversación. Claro, ¿cómo abordar a Chequita y a Cayetana?

―El Perú es el país más conservador de América Latina, eso está claro y es orgullosamente conservador, orgullosamente machista, misógino. Lo que ha pasado en este gobierno, en comparación al anterior es un verdadero retroceso claro contra las minorías sexuales, contra las mujeres. Lo que han hecho con esa ley que las protegía es bárbaro, inaceptable. ¿Cómo hacer en ese caso? Pues nada, resistir. Al mismo tiempo creo que el futuro debe ser una revolución liderada por mujeres. Yo sí creo eso, en ese caso yo me siento absolutamente feminista, pero lo mismo que te decía antes, yo no voy a hacer una novela pro feminismo o lo que sea, no me interesa, yo voy a hacer una novela o una ficción donde haya personas que se puedan acercar desde sus lecturas a una posible lectura de, este caso, mujeres fuertes. En esta novela era claro que yo quería desarrollar un personaje como Cayetana Herencia, con toda su contradicción, un personaje como todos, que también está en duelo, que también está sufriendo. En contraposición tenemos a la Chequita y todo lo que se sugiere en términos de intimidad. Chequita es el personaje que va creciendo desde una posición que es la menos favorable en un país de castas como el nuestro, porque se encuentra con ese mundo de las letras y se deja la vida por él. Me interesaba mucho ese mundo de aquellos que en la vida real no necesariamente tienen la posibilidad de ingresar al mundo de las letras, de la literatura, porque tienen que sobrevivir. Estos dos personajes nacen de eso, de esa necesidad que sentí de acercarme un poco más al mundo de las mujeres.

¿Lo habrá logrado? Tal vez debí haber preguntado sobre qué personaje femenino escrito en la literatura peruana pudiera constituirse en ese tótem al cual superar. ¿Y la realidad? ¿Se puede escribir desde fuera de esta fatalidad? ¿Provoca hacerlo?

―No a mí. Las novelas de las bienaventuranzas deben ser interesantes como reto. Pero yo creo que la complejidad misma de la ficción te va acercando a los abismos del ser humano, de la naturaleza humana, que es rica en matices, en contradicciones y que es la base del melodrama, las bases de las tragedias son esas. Cambiar un poco este mecanismo podría dar una novela que no necesariamente sea, ni siquiera, apetecible de leer para mí. Uno siempre está intentando entender las novelas desde la manera en que los personajes luchan contra sus miedos, contra sus contradicciones, contra algo inesperado y eso inesperado es algo que debe estar presente en una buena historia.

Eduardo Halfon publicó una novela cuya pregunta base, que direcciona su historia, es imposible de responder. Me refiero a El ángel literario, publicada por la misma editorial que ahora edita a Trelles. La dificultad reside en acercarnos al preciso momento en el que uno decide o descubre que quiere ser escritor. La novela cierra con la misma interrogante abierta con la que se inició, al igual que esta entrevista. Porque esa pregunta, la de la búsqueda de la obra que nos hable de esa dictadura que nos golpeó es, por propia su naturaleza, una procesión infinita.