Desde hacía una semana el achaque había aumentado considerablemente. Las aspirinas y los ibuprofeno habían dejado de hacer efecto. Esa mañana el padecimiento había sido totalmente insoportable, y por ello, aunque muy a regañadientes, accedió al consejo de su compañero de piso. Más en desacuerdo aún telefoneó a la oficina. Tenía que avisar que ese día no aparecería por ella. Las evaluaciones estaban cerca y las ausencias se tenían muy en cuenta. Pediría un justificante cuando saliese del médico para al menos intentar que los de recursos humanos fueran un poco más piadosos en su veredicto.
La sala de espera desprendía un ligero aire desesperanzador. No se podía decir que la ilusión flotara el ambiente. El dolor se reflejaba en la cara de todos los pacientes allí reunidos, pero aún más en aquellos que les acompañaban y no sabían qué hacer, o en peores circunstancias, qué decir para poder ayudar a sus seres queridos.
Una mujer, de no más de treinta años de edad, abrazaba a una anciana que lloraba desconsoladamente. Éric las observaba con atención. ¿Qué le pasaría a esa anciana? Probablemente lloraba porque sabía que su hora se acercaba y que las posibilidades de echar el freno de mano al tiempo eran remotas. Había algo que le sorprendía de aquella, y esto era que mientras que los ojos de la mujer mayor desprendían vitalidad, los de la joven parecían totalmente apagados.
Consultó su reloj. Llevaban más de media hora de retraso. Sacó el móvil de su bolsillo y envió un mensaje a un compañero en el que le pedía que, por favor, explicase la situación en la que se encontraba a los evaluadores. Quién sabe, igual así se ablandaban un poco.
Levantó la cabeza y vio que la joven se había quedado sola. Como si de un resorte se tratase, sus piernas hicieron palanca y despegaron su trasero del asiento. Sin ninguna excusa, y sin ninguna frase preparada para romper el hielo, las únicas palabras que consiguió articular fueron «Lo que tu tienes de necesitar un médico lo tengo yo de sarampión». Una primera mueca de desconcierto apareció en la cara de la joven, pero poco a poco esta dio paso a una tímida sonrisa. Eric interpretó el gesto como un símbolo permisivo para sentarse y ocupó el asiento del lado contrario al que antes ocupaba la que creía la abuela de la joven. Tras las presentaciones pertinentes, ella se llamaba Sara, Éric no tuvo idea mejor que preguntarle por la salud de su acompañante. Un semblante de tristeza conquistó el rostro de la chica. Tras unos graves esfuerzos por controlar las lágrimas una pequeña salió de sus ojos color azul, a la que siguieron muchas más. Por primera vez desde que la había visto esos órganos mostraban algún símbolo de vitalidad.
El silencio danzó suavemente alrededor de ambos hasta que se posó entre ellos construyendo un muro insalvable. El momento había terminado y, el hecho de que a lo lejos se viese salir a la mujer mayor del baño, fue el último signo que Éric necesitó para abandonar la conversación y volver a su asiento.
En la gran pantalla que reinaba en el centro de la sala se mostró su nombre. El médico le esperaba. Entro con menos nerviosismo del que esperaba. La conversación con esa chica había trastornado las ideas con las que había acudido al doctor. La visita no fue larga, media hora, en la que tras una serie de pruebas el Doctor Martínez le dio un más que probable diagnóstico: Cansancio. Había estado trabajando tanto durante el último mes que había olvidado que tenía que dormir más de cuatro horas diarias. Tras una regañina, en la que había más de cómico que de severo, Éric cruzó la puerta y volvió a la sala de espera.
Lo primero que vio fue a la anciana sentada. Las lágrimas seguían cayendo sin cesar por su arrugado rostro. No había ni rastro de Sara. Se armó otra vez de valor y ocupó el todavía caliente asiento que Sara había estado utilizando hasta entrar en la consulta. Allí le dio un abrazo a la mujer. No necesitó que nadie se lo dijera para darse cuenta de lo que allí estaba pasando. Le dijo que iba a ponerse bien, que la iban a curar. Entonces la volvió a abrazar.
Abandonó la sala, cogió un taxi y le pidió que fuese lo más rápido posible hasta el complejo donde su empresa tenía colocadas las oficinas. Cuando llegó fue directo a la puerta del departamento de recursos humanos.
Sin pensarlo dos veces presentó su dimisión y se largó. Ya estaba bien de martirizarse en un trabajo que no le llenaba más que de disgustos y ansiedad. ¿Cuántos quilos había engordado desde que entró a formar parte del equipo dieciséis meses atrás?
Dedicaría su vida a lo que el quisiera. Por fin iba a perseguir su sueño de convertirse en escritor.
@CarBel1994