En los 88 años de Abel, el recuerdo de sus coterráneos

Publicado el 21 octubre 2015 por Liober @GLiober

La última vez que Eusebio Lima Recio vio a Abel Santamaría Cuadrado, fue en junio de 1953, en vísperas del Día de los Padres. Apenas un mes después, es sabido, lo asesinarían en Santiago de Cuba, como consecuencia del asalto al Cuartel Moncada. Siempre que Abel iba a Encrucijada, el pueblo que lo vio nacer, se llegaba a la casa de Eusebio. El acto de visitar a su maestro, era casi un ritual para el muchacho rubio con espejuelos de carey pegados en los ojos. Ese junio de 1953 no sería la excepción.

Lucila Lima, la hija del profesor, se sabe la anécdota de memoria, tal vez por la cantidad de veces que la ha repetido en entrevistas y conversaciones de otra índole. Lucy, como todos la llaman, tenía nueve años para esa fecha y recuerda solo las impresiones de su papá. Sabe, por ejemplo, que aquel día Abel se dirigía al Central Constancia, donde aún vivía parte de su familia y que casi a la salida del pueblo se encontró con Eusebio. Conoce que conversaron, como era su costumbre, pero jamás el muchacho le reveló lo que se fraguaba. Sin embargo, bastaron unas frases para que Lima Recio se percatara de la madurez política alcanzada por su mejor alumno.

Poco tiempo más tarde, lo comprendería todo.

Dice Lucy que ese año fueron tristes los meses de vacaciones en su casa. Que sus progenitores, ambos dedicados al magisterio, sufrieron sobremanera la pérdida de quien fuera tan querido como los mismos hijos. Lima Recio conservó siempre objetos de Abel. Guardaba redacciones suyas y la foto de cuando se ganó El Beso de la Patria, distinción que les otorgaban a los educandos muy martianos, y él era uno de ellos. Precisamente, fue él quien lo inició en los caminos del Apóstol.

Mi interlocutora narra que su papá lo catalogaba como un niño igual a todos los otros, pero con características muy especiales.

El único que despedía a su maestro cada viernes. Capaz de compartir su merienda y hasta el pupitre, como lo hizo en una ocasión, hasta que convenció a su papá Benigno, carpintero de profesión, para que le armara una sillita al compañerito nuevo.

En el \"Constancia\" hay una marca visible del paso de los Santamaría Cuadrado, y no solo porque después de enero de 1959, le cambiaran el nombre por el de uno de ellos: Abel. Allí cada rincón recuerda el tránsito de esta prole de raíces gallegas y temperamento fuerte. Por el barrio antiguamente llamado de los españoles, quedan pocos que los hayan conocido en vida, pero todos llaman a la tienda de víveres la bodega de Abel, porque allí trabajó en su juventud temprana. Se refieren al Museo de la Agroindustria Azucarera como la casa de los Santamaría porque perteneció a ellos y ahí permaneció Joaquina Cuadrado, la matrona, hasta su muerte en 1979. Y aún la carpintería de Benigno Santamaría mantiene intacta su estructura de antaño, pegada al otrora barracón del ingenio y ahora convertida en local donde se inician los niños que van a las Vías No Formales.

Tenía seis años Abel cuando llegó a aquella morada en la calle España y en ella estuvo hasta 1947, cuando cumplió los 20. En aquel barrio todavía se relatan sus historias jugando a la pelota o en el río o con el caballito Mala Cara, que le regalara su papá. Fue el cuarto de cinco hermanos y pasó su infancia entre los libros y el olor pegajoso de las mieles del central.

Hoy en el Museo trabaja Gladys Muñoz, hija de un amigo entrañable suyo, de nombre Vidal. Con unos ojos enormes y la voz pesada a causa del cigarro, Gladys cuenta acerca de la niñez de su padre, la misma del joven héroe. Dice que transcurrió entre los baños de río y las preocupaciones del Santamaría si veía a un semejante con la ropa rota o si escuchaba a un condiscípulo expresarse incorrectamente en la escuela. Era un niño-hombre y así lo evocan en el \"Constancia\".

A sus 86 abriles, Antonio García (Aldo) mantiene una lucidez prodigiosa y un cariño innato por los Santamaría. De no haber sido tronco de héroes, hervidero de revolución, el sentimiento sería el mismo. El orgullo en sus ojitos, con la sola mención del tema, lo susurra a voces. Aldo fue con Abel a la escuela, compartieron juntos los juegos de pelota y los caballitos de palo y las raspaduras que Joaquina les regalaba. Sentado en su sillón antiquísimo, rememora el día en que un muchacho de por los alrededores tuvo una pelea con Abel y le pegó en el rostro. Cuando Aldo le insinuó que había perdido, Abel le ripostó con alguna frase equivalente a que hay que sacar experiencias hasta de lo malo. "A que no nos molesta más", concluyó. Y, confirma Aldo, no los volvió a molestar.

Este 20 de octubre Abel Santamaría Cuadrado cumpliría 88 años. Hace 62 que Encrucijada lo vio por última vez, pero lo mantiene vivo porque para una madre los hijos nunca mueren.

Perenne está en las memorias que le llegan a Lucy de su padre, y en las anécdotas que le contó Vidal a Gladys y en la mente de Aldo, que lo ve como si fuera ahora, cada vez que cierra los ojos. Todavía quedan frescas sus pisadas en la zona del \"Constancia\", en la antigua calle España y en la bodega que hasta hoy no deja de ser suya. Abel vive en los obreros que hacen moler el central y en cada niño que le pone a su Martí, todas las mañanas, una florecita blanca.

Tomado de Guerrillero.