Por Charles F. Stanley | Cuando yo era niño, me caí y me raspé la rodilla. Estaba atemorizado porque me dolía, pero aun más preocupado por lo que diría mi madre. Estaba seguro de que se molestaría porque se había hecho una rotura en mi pantalón nuevo. Cuando atravesé la puerta llorando, ella corrió a ayudarme. Pero en vez de estar enojada por haber arruinado mi pantalón, me abrazó y me consoló. Después me limpió la herida, aplicó un medicamento, y sopló sobre ella para aliviarme el dolor.
Así es como el Señor quiere ministrarnos —como una madre que consuela a su hijo (Is 66.13). Pero desaprovechamos su ayuda si pensamos que Él está sentado en el cielo esperando que nos metamos en un enredo, y así poder castigarnos. Eso sería como si mi madre me hubiera estado esperando en la puerta para decirme: “Te dije que no corrieras, pero me desobedeciste y arruinaste tu pantalón. Ahora voy a castigarte”. ¿Ve usted lo incongruente que es esta imagen con un padre amoroso que quiere lo mejor para su hijo? Pero, para poder evidenciar la plenitud del consuelo del Señor, tenemos que entender quién es, cómo actúa en nuestra adversidad y cómo nos consuela.
La Trinidad trabaja de manera integrada para ministrarnos
El profeta Isaías escribió que el Señor consuela a su pueblo y tiene compasión de los afligidos (49.13). Dios sabe todo en cuanto a la situación que usted vive, y se preocupa por su dolor, turbación y ansiedad. Cuando piensa que no puede dar un paso más, Él le fortalece y alienta para que no se dé por vencido.
Puesto que Jesús vino al mundo, Él entiende nuestras debilidades (He 4.15). Es por eso que hizo esta invitación: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt 11.28). En su trato con personas que estaban sufriendo, Él siempre demostró compasión. Cristo no condenó a la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8.3-11). Brindó sanidad emocional y espiritual a la mujer en el pozo (Jn 4.7-26), y restauró la vista a un pobre mendigo ciego (Lc 18.35-43). Y cuando estaba a punto de regresar a su Padre en el cielo, prometió enviar a un Ayudador, o Consolador, a los creyentes (Jn 14.16, 17). El Espíritu Santo es el que habita en nosotros y viene a nuestro lado para ayudarnos y alentarnos.
Los sentimientos pueden ser engañosos. ¿Por qué no nos sentimos consolados algunas veces? Un problema pudiera ser nuestras expectativas equivocadas. A nadie le gusta la adversidad y el dolor, por lo que es comprensible que deseemos que terminen lo más pronto posible. Si esto no sucede, podemos reaccionar con desilusión, frustración, ira o amargura. Entonces nos preguntamos: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no me está ayudando?
Cuando sufro, a veces le digo a Dios: “¡Señor, no puedo tolerarlo más! Deseo que esto se termine”. Pero nunca le he escuchado decir: “¡Pobre Charles! Tienes razón. Esto es muy difícil y nadie te aprecia ni se interesa por ti”. Dios nunca aprueba nuestra autoconmiseración. Esto solo empeora nuestros problemas y aparta nuestro enfoque del Señor.
Dios tiene un propósito divino para cada dificultad. Salmo 119.67-77 menciona algunos de los beneficios de las pruebas. En primer lugar, la aflicción nos conduce a la obediencia después de que nos hemos descarriado (v. 67). En segundo lugar, en nuestro sufrimiento aprendemos los preceptos del Señor (v. 71). Esto significa que adquirimos una mayor comprensión de sus caminos. En tercer lugar, reconocemos que los juicios del Señor son justos, y que es por su fidelidad que nos ha afligido (v. 75). Cuando conocemos la naturaleza de Dios y confiamos en ella, nos damos cuenta de que Él siempre actúa para nuestro bien, incluso en la aflicción. Finalmente, el salmista dice: “Sea ahora tu misericordia para consolarme, conforme a lo que has dicho a tu siervo” (v. 76). Observe que el consuelo de Dios viene por medio de su amor y su Palabra.
¿Encuentra usted consolación en el amor que Dios le tiene, aun en medio de su sufrimiento? Las pruebas tienen la capacidad de deprimirnos y dirigir nuestra atención a nuestras circunstancias, haciendo que nos sintamos más desanimados, ansiosos, e incluso airados. Pero, si fijamos nuestros pensamientos en las promesas de la Palabra de Dios, encontraremos confianza para que ella nos sostenga.
Cuando adquirimos una perspectiva bíblica de quién es Dios y de lo que está haciendo, experimentamos su ayuda. Es por eso que Pablo podía llamarle “Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Co 1.3). Si él no hubiera sufrido, nunca habríamos descubierto el poder del alentador consuelo del Señor. Por medio de las pruebas, Pablo aprendió tres importantes verdades.
Dios es suficiente. Nuestro Padre celestial nos consuela “en todas nuestras tribulaciones” (v. 4). Para el creyente, ninguna situación está más allá del alcance de su consoladora presencia —incluso si su cónyuge le dice: “No te amo”, y se marcha. O si después de trabajar fielmente para la misma compañía durante treinta y cinco años, le despiden. O si su hijo recibe un diagnóstico de cáncer terminal. En todas estas terribles situaciones, Dios está con usted para aliviar su terrible sensación de dolor, abatimiento e impotencia.
Nuestra mayor dificultad cuando estamos en valles de sombra es creer que Dios es suficiente. Cuando Pablo estaba sufriendo por un “aguijón en la carne”, el Señor le dijo: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Co 12.7-10). La respuesta de Pablo es asombrosa: “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”. Porque creyó lo que el Señor le dijo, encontró consuelo a pesar de que el dolor siguió estando allí.
Dios está preparándonos para que ayudemos a otros. Pablo aprendió que como consecuencia de haber experimentado la ayuda del Señor, somos capaces de “consolar a los que están en cualquier tribulación” (1. 4). Aunque Dios emplea diversos medios para dar aliento, las personas somos sus instrumentos favoritos.
El consuelo de Dios da como resultado paciencia para soportar. Es muy natural desear que el Señor arregle nuestros problemas y quite nuestro dolor, pero Pablo dice que el consuelo de Dios nos permite soportar con paciencia lo que estamos padeciendo (v. 6). Puede ser que Él no cambie la situación, pero sí nos cambia a nosotros por medio de ella.
Es por eso que nuestra mejor respuesta a la adversidad es: “Señor, te pertenezco totalmente. Haz conmigo y con mi situación lo que desees. Tengo la confianza de que me alentarás y consolarás mientras paso por esto”. En vez de dejar que la angustia lo lleve a la desesperación, permita que ésta le dirija al Señor. Él fortalecerá su fe con su Palabra, le colmará de su amor y le ayudará a confiar en que su gracia es suficiente para su necesidad.