Ahí, por tercera o cuarta vez, no me resisto a comenzar esta crónica con la fotografía de la toma de posesión de Rajoy y sus ministros, de izquierda a derecha, sonriendo ampliamente todavía no comprendo por qué, los tenemos a todos.
Si fueran personas decentes no sólo no hubieran sonreído sino que ni siquiera se habrían fotografiado a no ser que lo hayan hecho por ese mismo impulso que empuja al presidiario a poner su foto junto a su firma en la ficha carcelaria cuando lo encierran en prisión.
No sé, hay fotos terroríficas en la tristísima historia de España, todas aquellas que se publicaron en lo noticiarios franquistas con las tropas asesinas desfilando a la entrada de todos aquellos pueblos habitados por cadáveres vivientes que todavía no sabíamos la horrible tragedia que nos esperaba, seguramente sólo superada por aquellas otras que nos han mostrado los campos de exterminio de Auschwizt y Treblinka.
No sé si ahora, o dentro de poco, comenzarán aquí también esos suicidios que se han producido en Grecia. Para los que no es ya que peinemos canas sino que no peinamos nada porque ya no tenemos ni pelo, la memoria, si la utilizamos, puede tal vez anticiparnos lo que nos va a pasar a todos nosotros, los que estamos al otro lado de este muro de la vergüenza, esos 20 millones de pobres de solemnidad que las instituciones caritativas dicen que existimos ya en España, pero que yo creo que son más, muchos más.
Al suicidio, (lo sé, porque no en balde quedé finalista del premio de teatro Carlos Arniches del Ayuntamiento de Alicante con mi comedia El suicida, el año que lo ganó Carlos Perez Dam con Mi guerra), se llega por más de un camino: puede ser que, de repente, el mundo se te vacíe de alicientes para sobrevivir o que, por el contrario, el miedo a lo que representa seguir viviendo te acogote contra la pared de tal manera que te impida seguir haciéndolo, pero puedo asegurar que para ciertas mentes el suicidio no sólo sea una solución sino la puerta del Paraíso.
Y ahí están para confirmarlo gente como Stefan Zweig, Arthur Koestler, Angel Ganivet, Mariano José de Larra y uno de los más importantes filósofos de nuestro tiempo, el autor de las Tesis sobre la filosofía de la historia, Walter Benjamín.
Todos estos grandes hombres se quitaron la vida pero lo hicieron con grandeza, impulsados por el desprecio a unas circunstancias vitales con las que no estaban dispuestos a transigir.
Pero el suicidio realmente terrible, el que estremece el ánimo hasta lo inconcebible, es ése que se basa en la desesperanza, en el miedo a no tener las fuerzas suficientes para hacer frente al porvenir que al suicida se le viene encima.
Esta mañana, cuando iba al médico, pasé por unos contenedores de basura y he contemplado, aterrado, presa de un miedo como nunca sentí, a unos hombres, mujeres y niños rebuscando allí en aquellos malolientes recipientes llenos de ratas y de moscas, los detritus que otros seres humanos han desechado como inapropiados para su consumo.
He tratado de ponerme en su lugar, de sentirme como ellos, y me he acercado y permanecido allí unos minutos. He tenido que retirarme por las miradas que ellos me han dirigido. Lo que esta pobre gente tiene en su ojos es algo mucho peor aún que la desesperanza y el miedo, no sé cómo llamar a lo que allí he entrevisto.
Pero no sé por qué me ha venido a la memoria la figura de Miguel Hernández y sus poemas maravillosos sobre la pobreza, la explotación humana y la necesidad de la revolución esencial como única solución a todo esto que ahora nos está sucediendo:
"Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta. Los bueyes doblan la frente, impotentemente mansa, delante de los castigos: los leones la levantan y al mismo tiempo castigan con su clamorosa zarpa. No soy de un pueblo de bueyes, que soy de un pueblo que embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta. Nunca medraron los bueyes en los páramos de España. ¿Quién habló de echar un yugo sobre el cuello de esta raza? ¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni quién al rayo detuvo. Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos del alma, labrados como la tierra y airosos como las alas; andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas; extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita frutalmente propagada, leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza, hombres que entre las raíces, como raíces gallardas, vais de la vida a la muerte, vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner gentes de la hierba mala, yugos que habéis de dejar rotos sobre sus espaldas. Los bueyes mueren vestidos de humildad y olor de cuadra; las águilas, los leones y los toros de arrogancia, y detrás de ellos, el cielo ni se enturbia ni se acaba. La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, la del animal varón toda la creación agranda. Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta. Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba".
El hombre que escribió esto murió, le dejaron morir sus impenitentes asesinos, los mismos que hoy nos gobiernan, de tuberculosis, sin intentar curársela, en la cárcel de Alicante. Pero, como él dice en el poema que acabamos de transcribir, "muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba". Y ahí está el jodido poeta diciéndonos lo que, si fuéramos hombres de verdad, deberíamos de hacer ahora.
¿Dónde coño están todos esos españoles a los cuales él menciona uno a uno? ´Lo sé, lo sé, lo sé, esta jodida tarde de junio, a las 6, viendo el partido España/Italia, al propio tiempo que el inefable Rajoy y los príncipes.