Toda la historia de la filosofía bascula en torno a dos concepciones fundamentales acerca del hombre: una, que lo pone como algo derivado de otro del que depende profundamente, otra que confía en su propia salvación y autonomía. Pero ambas plantean siempre al hombre como sujeto, sea un sujeto emancipado como el sujeto ilustrado, o un sujeto caído en la noche del ser, como en el misticismo o el naturalismo. Siempre el hombre: he ahí la desgracia del misántropo, que por esencia ha de ser un negador de la esencia de la filosofía, un antifilósofo.
Aturdidos por el discurso de nosotros mismos; pero un nosotros mismos que hemos despreciado después de habernos desentrañado; en nosotros, coincide el conocimiento con el rechazo del conocimiento, el desvelamiento con el desprecio por el objeto desvelado. Nada hay más vergonzoso que la destrucción de la intimidad. La desnudez es siempre fea y aborrecible. Lo que se encontró el hombre al abrir su propio cajón era primero una luz brillante que indicaba un futuro prometedor, pero más tarde, ese destello derivó a una pureza casi destructiva: la ausencia de barreras nos desveló un mundo tan detallado, tan conocido, que no dejó nada sobre su superficie. El conocimiento de uno mismo, valorado por un Sócrates que desde la torre de vigía de la Antigüedad observaba las neblinas de la individualidad, se revelaría asco y desprecio, vergüenza propia y humillación, ante lo que reservaba el enigma preferido de la filosofía.
Sigmund Freud nos dio la llave definitiva para acabar con la eterna confianza en el enigma del buen corazón humano: lo que el Espíritu de Hegel confiaba al ser genérico de Marx no era el paraíso utópico y la grandeza feuerbachiana del ser humano, infinito como Dios y perfecto en su imaginación, sino un amasijo incomprensible de traumas y circunloquios psicológicos, todo un laberinto de maldades y egoísmos que convertían los grandes ideales ilustrados en palabras vacías. El conocimiento se traslucía en un nuevo modo de enfrentarse a la vida, que, lejos del pretendido pero aún insuficiente conocimiento de un Hegel acerca de la esencia del hombre, imponía un desencantamiento general y un rechazo absoluto de las pretensiones ilustradas. No, es preciso vivir a la luz del día, pero una luz del día que no es la de Ortega, “la luz clara de la conciencia en el mediodía”, sino la fría constatación de un Horkheimer en el abismo siempre insuficiente de la finitud, frente a la incomprensible tara que informa el corazón de sustancia infinita y justicia sin límite.
He aquí el giro del naturalismo en nuestro siglo, que toma conciencia de nuevo del otro ser del que los ilustrados abjuraron: la naturaleza cobra una nueva significación en el siglo que comienza, y no cesan aún las críticas contra la imagen hipostatizada del hombre. El hombre, ya muerto como ser genérico, despedazado como representante de una clase social alienada, decide destituirse y desaparecer de un mapa filosófico problemático en el que siempre ha estado presente. Pues sobre él gira toda ausencia y toda presencia, el cielo y el infierno. El hombre, como Dios, aparece como protagonista lo quiera él o no lo quiera; en última instancia, siempre debe él decidir y de él es la batuta; la acción no significa nada para las plantas y los animales. Si el hombre no fuera consciente de este hecho, probablemente decretaría oficialmente su extinción inmediata. No tiene sentido el mundo si el hombre no puede actuar. Y como de cualquier manera ha de actuar, su libertad se convierte en determinismo, su acción en imposición.
Mas pese a todo no podemos liquidar esas otras instancias, en las que la esencia del hombre, nefasta, inexistente, crepuscular o simplemente excéntrica, sigue perforando todos los lenguajes, todos los idiomas. Nos repugna el discurso sobre el hombre como nos repugna nuestro cuerpo: no queremos experimentar la soledad, y nuestro cuerpo es el mejor representante de ella. Desnudos, nos sabemos más que nunca limitados a su extensión y partícipes de una carnalidad insustituible. La desnudez nos recuerda nuestra finitud y nos aleja momentáneamente del señuelo que pone el corazón. Adán mismo no pudo soportar esta desnudez y fue corriendo a taparse en cuanto tuvo conciencia de su estado. Esta es la verdad que no puede resistir el hombre. Y cuando todo el mundo conocido, todo el conocimiento, todo el ser, está repleto por doquier de la acción del hombre, cuando no queda resto desconocido o enigma por resolver- que es la esperanza misma del conocimiento, su objeto siempre sin resolver- entonces él mismo vuelve la cabeza a lo que dejó atrás, para olvidar lo conocido. Entonces mira con anhelo y nostalgia el caos informe de la naturaleza, el abismo místico, la inconsciencia, como único lugar para olvidar su verdadera condición. Que es la soledad.