Desde esta primera semana de julio nos introducimos en los días más calurosos del verano, nos metemos de lleno en una canícula que acabará derritiendo el asfalto de las calles y las ganas de salir durante el día en los más osados. Aguardando la noche, la ciudad se queja del calor con el ruido de los compresores de los aires acondicionados y el chirrío de grillos y chicharras, que se ponen a estridular como nosotros sudar conforme sube la temperatura. Días largos de una luminosidad intensa que hiere los ojos, aviva los colores y resalta la pureza del blanco en la cal de las paredes y en las telas colgadas de los tendederos. Horas de refugio y frescor en la apacible soledad de habitaciones en sombra y silencio, cual guaridas recónditas contra la violencia inhumana del astro que nos castiga con su dictadura de luz y sus rayos de fuego. Sólo la noche, cuando consigue ocultar al sol tras el horizonte, nos alivia del bochorno y la flama que desprenden edificios y cuerpos con tímidas caricias de aire fresco que invitan a salir al encuentro de la ciudad y satisfacer nuestros apetitos de compañía. Si no fuera porque es la estación de las vacaciones y el descanso, nadie en su sano juicio disfrutaría de este tormento infernal del verano. Sólo la paciencia y la esperanza del otoño nos permite atravesar vivos esta canícula que no ha hecho más que comenzar.