Hoy, por ser mi último día en este pueblo, he dado una caminata más larga que de costumbre, hasta allende la primera línea de colinas hacia el nordeste, allí donde las últimas lomas, en que la piedra cede a la roca, se asoman en empinados peñascales sobre el amplísimo valle, cien metros más abajo. El ancho y suave fondo de la cuenca se extiende aún una o dos leguas más, hasta el arranque de otras nuevas elevaciones, onduladas, no muy altas, formando un mar de montes que allá lejos, en el horizonte difuminado por la bruma, se confunde con el cielo. La tierra es toda de un color marrón apagado, herrumbroso, salvo algunas franjas de tonos crema con vetas azuladas que, supongo, delatan la presencia de mineral cuprífero.
Un detalle que pone de manifiesto, antes que la juventud geológica de estas formaciones montañosas, la falta de precipitaciones es el hecho de que las piedras, que cubren tal vez nueve décimas partes del suelo, sean de caras planas y aristas angulosas y cortantes: no ha erosionado sus bordes el agua, madre de la erosión, y se conservan aún en el mismo estado en que surgieron de las profundidades de la tierra hace millones de años, o quizá tal como se fracturaron y fragmentaron las rocas, sometidas a los acusados contrastes térmicos tan característicos de las zonas desérticas.
Las inmumerables sendas trazadas por la acción del hombre (veredas peatonales las más estrechas, rodadas de motos, quads o pequeños todoterreno las más anchas y polvorientas) sobre el terreno próximo a El Salvador, que van caprichosamente de loma en loma, de collado en collado, a menudo por la cuerda, otras veces faldeando las laderas, sin dirección ni destino concreto, son el testimonio de seis décadas de ociosas batidas, el superfluo ir y venir (en los ratos libres, en los días feriados) de tres generaciones de pobladores que, seguramente, han ido creando sus propias romerías informales. No hay, en una milla a la redonda, una hectárea de terreno por donde no zigzagueen estos caminos, que no estén marcados por rimeritos de piedras o adornados con enormes letreros (TE AMO, AL PACINO, ROSITA), hechos amontonando cantos que, si luego se blanquean, pueden leerse a mucha distancia. Hoy me ha sorprendido comprobar lo lejos del pueblo que han llegado algunos para elaborar estos rótulos, y me pregunto si, en algún caso, su destinataria (siempre un nombre de mujer) habrá llegado a ver el que le fue dedicado, o a saber de su existencia. En cualquier caso, acabadas estas estribaciones de la sierra, todos esos testimonios de la vida vecinal desaparecen casi bruscamente: las manifestaciones de devoción se interrumpen y las pocas sendas que quedan tienen algún destino concreto. A partir de ahí el desierto se hace más auténtico, más grave, tal vez más amenazador.
Cuando llegué a una de las últimas rocas pasó sobre mí un cóndor. Un rato antes había visto a un grupo de ellos volando en círculos en la distancia. Al principio, despistado por la falta de referencias cuando mira uno hacia el cénit, pensé que sería algún azor o un águila pequeña, pero a medida que el ave descendía y se acercaba a mí (hasta me pareció llegar a escuchar el sonido de sus alas al planear, pero eso fue tal vez sugestión) me di cuenta de su gran envergadura, quizá de unos dos metros. Según me confirmó después don Mario, los cóndores abundan por la zona y, además, pueden llegar a ser peligrosos si uno se aproxima al nido, porque embisten para proteger a las crías.
Por cierto: sobre la ladera del monte más cercano al pueblo hay un lugarcito al que llaman "la Gruta", una pequeña capilla-altar situada en la concavidad de una gran roca artificial, de hormigón. En sus proximidades la gente ha ido erigiendo espontáneamente, a título particular y al cabo de los años, cantidad de pequeños "santuarios" a modo de ex-votos u homenajes. Pues bien: dando una vueltecita por allí me encontré con que uno de los altarcillos más grandes estaba dedicado nada menos que a Bob Marley. No pude evitar poner los ojos en blanco. Con unos dos metros de largo, tenía en su interior algunas velas consumidas (apagadas), varias fotos del cantante, abalorios de todo tipo a modo de ofrendas, un par de mantas (¿alguien pernocta o se ama ahí, bajo la directa protección del espíritu de Robert?) y otros objetos varios. ¡Qué bien -me dije- viene aquí eso de: "Cuando se deja de creer en Dios, se empieza ya a creer en cualquier cosa"!
Antofagasta es una bulliciosa localidad portuaria, geográficamente encajada entre la línea del litoral y el empinadísimo talud, paralelo a éste, que lo separa del altiplano. En tan estrecha franja la ciudad sólo puede crecer, racionalmente, en sentido longitudinal, pese a lo cual se extiende también, irracionalmente, en sentido transversal, como atestiguan los barrios que trepan talud arriba hasta una altura que da vértigo. Vistas desde abajo, en una ojeada poco atenta, esas hiladas de casas me dieron la impresión de viviendas marginales; pero bien puedo equivocarme y acaso fuesen -aunque no lo parecían- urbanizaciones de gente bien, pues las vistas que desde allí se gozan sobre la ciudad y el océano, las espectaculares puestas de sol, son cosa en verdad privilegiada.
No puedo decir que el tráfico en Antofagasta sea exagerado (al menos, en las horas que llevo aquí, no he visto ninguna aglomeración), pero no ha podido menos que parecerme bastante denso en comparación con El Salvador y Diego de Almagro. Por lo demás, la ciudad tiene el típico aspecto y características de tantas otras hispanoamericanas: caótica, mal aseada, rebosante de tiendas y comederos, sumergida en el permanente olor de las fritangas y el café soluble, asordada por el volumen de la ubicua y cargante música pachanguera con acento caribeño que los tenedores de negocios callejeros disfrutan imponiendo a los viandantes, transitada en fin por una densa y heterogénea población de razas y pigmentos varios, desde los cheles europeos que residen o viajan aquí por razones laborales (ahora mismo escucho, junto a mí, a uno con acento español) hasta los morenos caribeños venidos al "solidario" llamado del gobierno y que, al decir de los nacionales, han provocado un claro incremento de la delincuencia. Pero esto último no puede ser sino prejuicio, porque es sabido que ese tipo de inmigración se compone, en su inmensa mayoría, de ciudadanos ejemplares.
La única plaga que parece no afectar a Antofagasta es la polución, supongo que gracias a las brisas costeras, que a esta latitud deben de ser casi permanentes; como también ha de serlo, sin duda y por la misma razón, la capa de nubes que cubre la ciudad durante la primera mitad del día.
Aquí sólo estoy de paso en mi ruta hacia el norte (próxima etapa: Calama). Llegué ayer procedente de El Salvador al cabo de un viaje de más de ocho horas (con cambio de "máquina" en Chañaral), bastante cómodo en general, durante el que no vi por la ventanilla más que páramos desiertos o poco menos, pedregosos o arenosos, casi siempre llanos y flanqueados por sierras en la distancia, que es el paisaje más corriente en este altiplano de Atacama (cuya altitud, por cierto, varía entre los 1000 y los 2000 metros). Por la mañana me había despedido del amable personal del hotel Gogo y a las ocho en punto salía el autobús que me llevó a Chañaral, donde la conexión, que según el horario debería de haber sido de media hora, se retrasó casi tres cuartos más porque el bus al que debía transbordar -que seguramente procedía de muy al sur, tal vez Santiago, a juzgar por la bofetada que, al abordar, me dio en las narices el olor a pies y humanidad allí imperante- venía con bastante atraso; demora que, como es habitual en Chile, arrastramos luego durante el resto del viaje hasta Antofagasta debido a que el estricto control de velocidad impuesto a los conductores les impide aprovechar los larguísimos tramos de carreteras rectas y con poco tráfico para recuperar tiempo y compensar retrasos. Y eso que estos autobuses, como las distancias son tan largas, llevan urinario y nunca hacen paradas de descanso: sólo se detienen para tomar o dejar viajeros.
A Chile le ocurre lo que a mí: que no le gusta madrugar. Aquí el comercio no abre las persianas hasta las nueve, que son unas dos horas más tarde respecto a los horarios centroamericanos. Esta mañana, que me he caído de la cama, me ha tocado hacer tiempo paseando un rato hasta que abrieran los exchange (con unas tasas de cambio, por cierto, bastante desfavorables) y he podido ver cómo las tiendas, los bancos, los comedores iban uno a uno subiendo sus cierres. Me pregunto el porqué de esta costumbre tan diferente a la de la América hispana que yo más conozco, y si es una peculiaridad chilena o la comparten otros vecinos del Cono Sur. Pronto veré, en Perú, cómo son allí los horarios.
He dicho que me he caído de la cama, pero lo cierto es que me han sacado a patadas de ella. ¿Quién? El mal olor. Ya anoche mi pituitaria había detectado, en la habitación, el característico olor a desagüe, pero confiaba haberlo neutralizado cerrando la puerta del aseo. No obstante, se conoce que durante la noche los nauseabundos efluvios se concentraron tanto que acabaron derramándose por la rendija y anegando el dormitorio, el cual estaba ya, cuando desperté a eso de las ocho, sumergido en una atmósfera irrespirable.
¿Y cómo fue que acabé durmiendo en habitación tan inmunda? Pues porque los dos buenos hoteles en los que había reservado plaza para anoche (aquí he adquirio la costumbre de tener, en lo posible, una reserva "de emergencia") me fallaron uno tras otro, ambos por la misma razón: sus sistemas de cobro en divisa se conjuraron, en contra mía, con el defectuoso funcionamiento de mi tarjeta de crédito de manera que no hubo forma, por mucho que los recepcionistas lo intentaran con su mejor voluntad, de pagar en ninguno de los dos hoteles. Podría -cierto es- haber abonado la factura en pesos, pero eso me habría supuesto un penalti del 20% extra sobre un precio ya de por sí bastante elevado y, además, no quise recompensar la mala praxis de ambas cadenas hoteleras; a saber: que, estando obligadas incluso a aceptar el pago en efectivo en euros o en dólares, no quisieron recibirme ninguna de esas monedas. Así que hube de ponerme a buscar, sobre la marcha, una tercera alternativa; y como eran ya las 16:30 y no me sobraba el tiempo, no quise arriesgarme a ser demasiado exquisito y apalabré una habitación (la última que tenían disponible) en el primer hostal al que llamé, que por cierto tenía referencias bastante buenas en internet. Y no digo yo que, en general, no fuese un buen alojamiento, pero la habitación que me dieron era de todo punto inadecuada para ponerla en alquiler: dejando a un lado el problema del desagüe, daba pared con pared con la recepción y adolecía, por tanto, de todos los ruidos inherentes a dicha oficina: conversaciones, teléfonos, el constante sonido del timbre al llamar los huéspedes para entrar, el frecuente golpe de la cancela al cerrarse, etc. Otra de las paredes daba a la cocina, también con el consiguiente ruido de las charlas y el trajín de tal espacio. Una tercera pared daba a la calle y, por el pésimo cierre de la ventana, se colaba día y noche todo el ruido del tráfago, especialmente a cargo de los vehículos de ese género de imbéciles que modifican el escape de sus motores para que suenen más broncos. Pues ahí me tocó dormir, y lo logré sólo a medias gracias a unos tapones bien embutidos y a la ingestión de un tranquilizante. Por lo menos la cama era cómoda y había un calefactor, así que frío no pasé. Pero contra lo que mis sentidos no tenían protección -ni todavía se ha inventado ninguna, que yo sepa- era el olor del desagüe; así que en cuanto me desperté empaqué mis cosas y, aunque aún faltaban dos horas largas para la salida de mi autobús en dirección Pozo Almonte, que espero coger dentro de quince minutos, dejé muy gustoso aquel sitio de ingrato recuerdo.