La escarcha de la fría noche ocultaba las letras tras el cristal de aquella ventana donde no entraba la luz.El ambiente era enrarecido por lo inusual. Los olores que el resto del año eran tenues, se notaban mucho más. Fragancias a flores recién sacadas del agua de serones, que chorreaban aún de su último exilio. Las calles de aquella ciudad en blancos, negros, grises, se contagiaban del color vivo y perfumado que los visitantes trajeron y colocaron, a modo de presente, en las puertas de los moradores de aquél lugar que se presentaba triste. En sus esquinas, reencuentros. Abrazos. Apretones de manos. Besos... Miradas que se alegraban de encontrar respuestas ante tanta mudez. Transeúntes que dejaban de buscar números, nombres, letreros, para detenerse en afable y corto saludo -quizás una añorada conversación- allá donde daban vueltas callados por el recuerdo o enmudecidos por el destino.
Un chirrido que sonaba a despedida se hizo presente en el turbador silencio. La enorme puerta negra de herrajería que daba acceso al lúgubre lugar se entornaba. Un terrible sonido, que se asemejaba como si algo enorme cayese a plomo, terminó por ofrecer al interior del recinto la imagen desolada de lo que allí se guardaba entre maderas, cemento y pulidas piedras. Los arrullos del aire entre las ramas de los cipreses, que sombreaban las calles que colindaban, el maullido inconsolable de algún gato y la luz perdiéndose entre las tristes murallas, eran la escena misma de una de las tétricas leyendas de Bécquer.Pasó el Día de los difuntos. Los renovados aromas, las impecables parcelas de la muerte, se cubren con el velo de la noche que va cegando la luz de esa jornada. Y mientras la última alma que respiraba cerraba la quejumbrosa verja metálica de la inhóspita y mortecina alameda, ante la oscura visión pensaba qué cruel y retorcida es la vida, que en ese mismo instante le mostraba cómo sería ese último segundo donde, tras cerrar los ojos, todo quedaría en sepulcral silencio.