Un hombre delgado y alto está parado en el umbral de una casa de Saint-Germain desde hace más de tres horas, golpea los pies contra el piso y fuma nerviosamente. Cuando por fin ve que se aproxima la persona a la que esperaba, arroja el cigarro. Con la mano izquierda se ajusta el abrigo a la altura del cuello y lleva la derecha al bolsillo. Encuentra el arma, amolda la culata a la palma y coloca el dedo índice en el gatillo. Camina en dirección a la víctima, mira hacia ambos lados, no hay nadie: el desenlace parece inevitable.
-I’mhummwellehmmwanttoarrrsaymmthateeeh…-¡Pero la puta madre, carajo!- dije por lo bajo.A pocos metros de donde me encontraba, sentada a una mesa con dos tipos, había una chica rubia que no sé si trataba de hablar inglés o si -en ese preciso momento- estaba sufriendo un accidente cerebrovascular. Las pausas sonoras estiraban tanto su discurso que cuando terminó de armar la frase, ya todos habíamos desaparecido, incluso los dependientes, el bar, el mundo: su verba inconducente había borrado el universo y quedó flotando en el silencio políglota de una Nueva Nada.Estaba en París, hacía frío, llovía y quería tomar un cappuccino mientras intentaba escribir un relato.
En fin... el hombre alto y delgado mató sin ningún motivo. Tenía un arma en el bolsillo, el arma estaba cargada, la víctima estaba al otro lado de la calle, era un blanco perfecto. Qué sé yo, disparó y la mató, ya está. La ocasión hace al ladrón al asesino y al escritor, aunque los resultados no siempre son los que esperamos.