Era un tiempo en el que la luna era inmensa y las noches blancas, glaciales, con cielos brumosos, de plata. En el aire se condensaban las nubes del aliento de los titanes. Un espeso manto de niebla cubría el paisaje. Bajo la oscura sombra de las montañas, la nieve se helaba en circos y lenguas de glaciares. Solo la voz de los colosos rompía el silencio de aquel mundo adormecido por el frío. Era un rugido ronco, resonante como el estruendo de los truenos de una terrible tormenta, era un sonido que despertaba los vientos, levantaba los océanos y desencadenaba huracanes y tifones.
El avance de los gigantes era lento, cortante como un cuchillo, con sus manos desgarraban la cortina de aire compactado y rompían la gélida niebla en jirones para que, a través de las rendijas, se filtraran los rayos de sol. La luz dorada se abría paso hasta rozar la tierra, convertía la escarcha en rocío, el hielo en agua que se despeñaba en cascadas, arroyos y ríos.
Hubo un tiempo en que los gigantes se detuvieron. Sus troncos se clavaron en el suelo, sus brazos se extendieron al cielo. Aún rompen la niebla que pretende quedarse en la tierra; aún susurran en el silencio de la noche con un eco constante de hojas sacudidas por el viento... y aún abrazan el sol entre sus ramas.