El hambre crónica que padecen los guatemaltecos y, sobre todo, las guatemaltecas es el resultado de la interacción de una serie de factores políticos, económicos y sociales que afectan negativamente la disponibilidad, acceso, consumo y utilización biológica de los alimentos. Pero de todos los factores a considerar, el más importante es sin duda el político. Pero es un factor que determina por su ausencia más que por su presencia. Guatemala sufre de una falta de voluntad política de todos y cada uno de los políticos y partidos que llegan al gobierno de este país para enfrentar el hambre, poner gente, poner dinero y poner liderazgo para que el hambre que carcome el futuro del país se reduzca.
Según la comparación que hace UNICEF en el documento “Estado Mundial de la Infancia 2010”, Guatemala le disputa a Timor Este, el país más joven el mundo, el tercer lugar en desnutrición crónica a nivel mundial. Ambos tienen una desnutrición del 54% en niños menores de cinco años. Esta debe ser de las pocas medallas de bronce que gana Guatemala a nivel mundial, aunque esta de vergüenza en lugar de orgullo. En el mundo, solamente Afganistán y Yemen están peor que nosotros ¡gran consuelo¡ y todos los países de África, repito todos, tienen una desnutrición crónica menor que la nuestra. Guatemala es África, o peor. Somos campeones en hambre crónica, ese hambre estructural que se desarrolla en un país desigual, injusto, racista y olvidadizo. Y estos datos son sólo a nivel nacional, pues si destacamos los porcentajes en el área rural o en numerosos municipios del país, la cifra alcanza hasta el 80% de los niños y niñas con hambre. La desnutrición crónica es el segundo mayor problema de este país detrás de la violencia y el narcotráfico, aunque recuerden siempre que el hambre mata más que las balas. Pero hace menos ruido, eso sí.
La razón de esta cifra que nos coloca en el podio de la vergüenza tiene raíces históricas y no se le puede achacar solamente al gobierno actual. La desnutrición crónica es el resultado de muchos factores, entre los que podemos mencionar como causas inmediatas la desnutrición materna (madres jóvenes y desnutridas dan a luz niños desnutridos), la alimentación inadecuada en los primeros dos años de vida o las infecciones constantes. Otras causas más estructurales, denominadas subyacentes, son la baja escolaridad de la madre (el factor más determinante para incidir en la nutrición del hijo o hija), el embarazo en adolescentes (altísimo en pareas rurales e indígenas), las prácticas inadecuadas de crianza o la falta de acceso a saneamiento básico y a servicios de salud. No crean que me olvido del núcleo duro de la desigualdad y el conflicto social: la desigualdad en el acceso a la tierra, la exclusión social y la discriminación por razones de sexo, raza o credo político. No somos un pueblo unido ni cohesionado, sino un polvorín de yesca que está esperando una chispa adecuada para estallar violentamente.
La desnutrición aumenta el riesgo de enfermar y de morir prematuramente y tiene un efecto irreversible sobre el crecimiento y el desarrollo humano. La capacidad física, mental y la capacidad de aprendizaje de una persona desnutrida están mermadas. La desnutrición crónica es una enfermedad incurable si no se previene durante los dos primeros años de vida. Posteriormente, hipoteca de por vida el potencial de desarrollo del que la sufre. Es una cadena perpetua que te imponen desde que naces. Y en Guatemala la sufren la mitad de nuestros hijos e hijas.
¿A alguien le parece esto un tema banal? A los políticos de Guatemala sí. Siempre les ha parecido un tema menor, y por eso no ponen los fondos necesarios (eso sí, siempre poniendo la mano pedigüeña para los donantes), por eso no le dan prioridad a la ejecución del paupérrimo presupuesto, ni monitorean los resultados de sus programas, no les importa qué se hace con la Bolsa Solidaria ni con Mi Familia Progresa (con la loable excepción de la Diputada Nineth Montenegro). El Gobierno no le dio el papel a la SESAN que por ley le corresponde, ni puso personal capacitado en las instancias de Gobierno que se encargan del tema; desmanteló el sistema de información que había dejado el anterior Gobierno, y nos ha mantenido entretenidos con los datos absolutos, y no comparables, de casos de desnutrición aguda, haciéndonos olvidar que el 95% del hambre en este país es desnutrición crónica. Las sombras de los niños muertos por hambre (una vergüenza nacional) no nos dejaron ver el verdadero problema estructural.
Un hito histórico para mejorar la situación alimentaria del país se dio con la aprobación de la Ley del Sistema Nacional de Seguridad Alimentaria Nutricional (SINASAN) en el 2005. Esta ley es un ejemplo a nivel mundial por su contenido y desarrollo, y sirvió de modelo a otras leyes posteriores en la región. Sin embargo, una ley por sí misma no puede erradicar el hambre por decreto, necesita personas que la hagan operativa y los recursos necesarios para que llegue a los hambrientos. Este avance normativo planteaba escenarios de coordinación interinstitucional, que al cabo de seis años de vigencia aún no se ponen a funcionar como debieran. Peor aún, los últimos cuatro años del actual gobierno han supuesto un marcado debilitamiento de esa institucionalidad. Los programas presidenciales generaron paralelismo a los órganos del SINASAN, al extremo de casi hacer desaparecer su accionar. La ley del SINASAN fue desconocida durante la mitad del mandato, aunque en fechas recientes hay que reconocerle al Gobierno su aproximación y puesta en valor del mandato legal y de las instituciones que salen de la misma.
Con la Ley del SINASAN se generaron órganos, como el Consejo Nacional (CONASAN) y la Secretaría de Seguridad alimentaria nutricional (SESAN), que son claves para coordinar, ejecutar y dar sostenibilidad al impulso nacional contra el hambre. Para el caso del Consejo, no se dimensionó adecuadamente su rol como ente rector, por lo que no se generaron mecanismos políticos y procedimientos que facilitarán la coordinación interministerial. Algunos de los integrantes de dicho Consejo, Ministerios y Secretarías de Estado, desconocen las funciones y atribuciones que les dicta la Ley. La SESAN no tiene mecanismos adecuados de coordinación, su nivel de respaldo político es muy bajo y sufre una debilidad técnica que empuja muchas de las acciones al asistencialismo. Regalar bolsas de comida se ha convertido en sinónimo de seguridad alimentaria para este gobierno. El Viceministerio de Seguridad Alimentaria y Nutricional del MAGA, anteriormente el brazo ejecutor de la política SAN desde el sector agropecuario, ha casi desaparecido como actor relevante, y sus acciones apenas se perciben en los territorios.
Y es que, a pesar del enorme impacto social y económico del hambre, en Guatemala aún no se establece una agenda de largo plazo con visión de Estado para erradicarla. No interesa. Esa es al verdad. Los gobiernos no quieren buenos técnicos en los Ministerios, prefieren operadores políticos eficientes, que puedan seguir órdenes como corderos, sin pensar, sin tomar iniciativa y sin capacidad de evolucionar. Tampoco quieren diputados valientes e inquisidores, que cuestionen con conocimiento y que cumplan lo que se espera de los “Padres de la Patria”. Cada cuatro años, el gobierno entrante borra con alevosía las acciones del gobierno anterior y empieza la historia de nuevo. Canibalismo político, se llama. Y ese canibalismo va a acabar con nuestro frágil y hambriento país. Al no tener claro el problema se parchea a la carrera la situación, intentando salir del paso y de la presión de los medios de comunicación, que cada vez están más vigilantes.
Lo peor es que el problema del hambre es incluso invisible para las familias afectadas por la desnutrición. Es tan grande, tan común, que ya pareciera parte de la cotidianidad. Si 7 de cada 10 niños y niñas están desnutridos en el Corredor Seco o en el Altiplano Occidental, lo normal es por tanto estar desnutrido, y los raritos son los niños bien nutridos, que destacan por ser altos y pilas. Estar hambriento es el estado normal de Guatemala. El Derecho Humano a la Alimentación es violado flagrantemente, diariamente y constantemente, y la ciudadanía no exige un cambio. Nadie se indigna por eso, ni hace nada visible, sonoro o impactante para provocar un cambio. La apatía se ha apoderado de nuestra sociedad. Esto último, aunque lamentable, es lógico, si la mitad estamos desnutridos, no somos listos, innovadores ni inquietos. Somos dóciles víctimas de la demagogia política, del aborregamiento y de la abulia social. Todo nos da igual y los políticos se aprovechan de eso. Si lo políticos no reciben presión social para generar una lucha contra la desnutrición, la voluntad política seguirá como hasta ahora, casi inexistente. Y perdón por decir “casi”, pero es que conozco a algunas personas a las cuales esto sí que les indigna de verdad.
En la próxima contienda electoral ya están echadas las cartas, el clamor popular pide seguridad ciudadana, y la seguridad alimentaria no figura por ahora dentro de las acciones prioritarias, a pesar del impulso dado por los medios de comunicación. El tema será de nuevo marginal, puesto que la agenda central, la agenda que genera votos, apunta a otro lado. Habrá más muertes por hambre este año electoral, pero quedaran en el anonimato. Entre veredas y matas se ahogará el último suspiro de un país que está dañado en su intelecto y en su espíritu, porque la desnutrición carcomió lo más preciado de su futuro: sus niños y niñas y, por tanto, su esperanza.
Por ello pedimos a los partidos políticos en contienda que sus programas de gobierno sean enmarcados en la estructura, órganos y mecanismos ya establecidos en el SINASAN. Debe existir un programa específico contra el hambre diseñado en varias fases, de al menos 20 años, con metas progresivas y medibles y con participación y rendición de cuentas. Enfocado a las causas y a los efectos simultáneamente, y que cuente con fondos adecuados. Esto requiere, por supuesto, de un líder o lideresa, un hombre o una mujer dispuestos a trascender en la historia, y abanderar esta lucha. Como hizo Lula da Silva en Brasil. ¿Alguien se presenta?
Se debe asegurar el financiamiento de los planes y programas, estableciendo un sistema de seguimiento al gasto público y ejecución programática en seguridad alimentaria. Y para esto, hace falta emprender es reforma fiscal que nadie se atreve a hacer, para que Gobierno recaude más impuestos, de manera progresiva, que paguen más los que más tienen, y que el Gobierno pueda redistribuir estos impuestos entre los hambrientos, que son millones. Se debe fortalecer o crear un cuerpo técnico competente, que no solamente implemente sino que vaya gerenciando el proceso, adaptándolo y ampliando su escala de intervención. La seguridad alimentaria de este país no debería estar sujeta al vaivén de botines políticos. En el nivel municipal, se deben destinar fondos para invertir en proyectos de seguridad alimentaria nutricional, se deben conocer claramente las áreas vulnerables y saber porque están como están, para plantear soluciones desde lo local. Y tiene que haber unos espacios de rendición de cuentas y auditoría social, para que los propios hambrientos, todos ellos ciudadanos, puedan preguntar, saber y proponer cambios en esos programas que les afectan.
El gobierno está hablando de reforma fiscal, pero no incluye el tema alimentario nutricional como argumento, y creemos que es uno de los más poderosos: recaudar más impuestos para tener más dinero propio en la lucha contra el hambre y la pobreza extrema.
El gobierno actual y los partidos políticos en la contienda electoral 2011 parecieran haber olvidado que somos el país de los hambrientos. Guatemala está peor que África.