Silencio… No intoxiquéis el aire con miedo ni mentiras, no hagáis del juramento vuestros cimientos ni de vuestras creencias ninguna premisa. Ahora sentaos, dejadme que os cuente cómo dejé de lado el rechazo que me provocaba el mundo y acabé enamorándome de la vida.
Hacía frío, no recuerdo grados ni temperatura, sólo la sensación de congelación en mis extremidades. Mi sangre cesaba, dejaba de circular, se rendía a la par que mi mente caminaba a paso lento hacia lo que interpreté como la muerte física. Mis órganos dejaron de funcionar, me dijeron, pero mi cabeza seguía viva.
—Creo que se acabó —escuché decir a alguien.
Quería gritar que no, que seguía aquí, que tenía más ganas que nunca de resurgir. Pero mis cuerdas vocales no obedecían a mis órdenes ni deseos. Sentía unas manos apretando las mías. ¡No estaban inertes a pesar del frío!
—¡Siento vuestras manos en mis manos! —grité en silencio.
Nadie me oyó. Escuché una puerta que se abría y la voz de mi madre que, cada vez más cerca, comenzaba a hablarme.
La habitación se quedó vacía. Solo ella, a la que imaginaba sentada al lado izquierdo de la cama, seguía aún haciendo compañía a lo que todos consideraban ya mi cadáver.
—Hija mía, sé cuál fue el motivo de que te alejases. Sé de tu sufrimiento todos estos años y el porqué de tu desarraigo y tu odio a todo lo que te rodeaba. Y me siento tan culpable de no haber estado lo cerca de ti que debiera, que necesito pedirte disculpas aun sabiendo que ya no me escuchas. Has sido víctima del miedo, conozco esa sensación, yo también la viví durante años en casa. Me alejé de quienes más quería para evitarles mi sufrimiento y odié el mundo que habitaba, y hasta a vosotros, a mis propios hijos, porque en esos momentos sentía que si seguía en el infierno era para salvaros. Qué equivocada estaba, y cuánto me arrepiento de haber visto en vosotros, hija mía, a los responsables de la resignación a mis torturas, en lugar del motivo por el que salir adelante. Cuánto lamento no haberme sentado a deciros que el amor no duele, que si te quieren no te harán daño y que vale más salir corriendo que aguantar, porque huir no siempre es de cobardes. Pero cómo podía, hija mía, decirte todo aquello disimulando mis golpes, defendiendo cada día al verdugo y llorando en silencio…
Escuchaba a mi madre lamentarse y sollozar y necesitaba decirle que dejase de sentirse culpable, que lo que me había pasado no era responsabilidad suya, sino de un malnacido, que fue una madre maravillosa, y que esperaba que no se arrepintiese de todo lo que me estaba diciendo, porque ni estaba difunta, ni pensaba morirme, al menos de momento… Y entonces sonreí.
Desperté, claro que desperté, según los médicos resucité, pero yo sé que nunca estuve muerta. Mi recuperación avanzó a pasos agigantados y aún estando incapacitada para muchas cosas, empecé a amar y a sentir ilusión como hacía muchos años no sentía. Ahora creo en el poder de la resiliencia, de la mutación de una lágrima en sonrisa. Creo en las metáforas y la poesía, en las diosas con olor a colonia de bebé, las madres. Y creo en todas, en las que cogen sus maletas y salen del infierno y en las que se quedaron a vivir dentro, pensando que era la mejor forma de proteger a sus cachorros.
Creo, sobre todo y más que nunca, que la vida es maravillosa y que ningún sinvergüenza ha de adueñarse de la nuestra.
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