"Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar". M. Proust
Cuando vivimos desde el espacio de la lucidez, no puede haber enamoramiento alguno de forma aislada, ni de las personas ni de las cosas. Desde esa posición armoniosa de la inteligencia, que implica un cierto nivel de serenidad y plenitud, amamos la vida en su totalidad, sin separarnos de ella. Nada ni nadie nos es ajeno, y, por lo tanto, nadie "convierte nuestra vida en una gran llanura donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa", como escribió Marcel Proust. En cambio, cuando vivimos fragmentados, como con excesiva frecuencia nos percibimos desde nuestra limitadísima mente pensante, quizás nos aferremos obsesivamente a alguien o algo para escapar de la desazón que nos produce el sentirnos incompletos. Buscamos con ello complementar esa cualidad unitiva que se ha roto y que no podemos dejar de anhelar porque es nuestra verdadera naturaleza. Ponemos entonces en una relación la esperanza de volver a ser lo que en realidad ya somos, aunque no nos demos cuenta: la vida entera. Puede parecer en ocasiones que lo hemos logrado, seducidos por la falsa seguridad de la rutina y por placeres físicos y psicológicos más o menos sutiles. Incluso nos comprometemos en ello con algún tipo de eternidad artificial, de ilusa garantía de futuro. Pero en el fondo intuimos, sabemos, que no es así, y vivimos por ello agitados en un extraño mareo de incertidumbres que no nos permite ser felices.
Se trata de una ensoñación y, como tal, nos afecta solamente mientras permanecemos dormidos, a oscuras. En algún momento despertamos y regresa la luz. Es decir, regresamos al espacio central de nuestro ser, del que tantas veces, demasiadas veces, nos alejamos. Esa lucidez disuelve, sin más, toda distancia: contempla los fragmentos en la unidad total de la que proceden y a la que tienden siempre con una obstinación inexorable, impulsada por esa inmensa energía que llamamos amor. Esta es la auténtica «religión», en el sentido literal que tiene esa palabra: volver a unir. No importan demasiado las personas de una en una, y muchísimo menos las cosas, sino ese estado natural de felicidad plena, sin carencias ni destrozos, en el que todo se integra. Podemos compartirlo, claro que sí, y de hecho es imposible no hacerlo porque no pertenece a nada ni a nadie. Nos une a todos con todos de corazón a corazón en lo más profundo de nuestro ser. Ese estado se expresa de múltiples formas y nos va "religando" con alegría y libertad, aunque suene a paradoja, sin el miedo de perder, sin posesiones ni apegos. Sin la angustia de saber que nos estamos engañando en vano.
A veces el engaño es precioso y nos envuelve con un manto cálido de magia y de poesía, y también con un trasfondo amargo de cierto sufrimiento. De esto sabe mucho el arte. No deja por ello de ser una llamada, una claridad que invita a despertarse. La belleza y la intensidad expresiva de un cuadro, de una obra literaria, de una composición musical o de una película, como también la belleza de la naturaleza, de una mirada, de un movimiento, de una emoción o de un rostro, nos atraen y conmueven haciéndonos mejores personas, sacando lo mejor de lo más hondo de cada uno de nosotros. Esos enamoramientos son una señal, una indicación para que vayamos más allá, para que nos sigamos siempre encontrando y reencontrando con nuestro ser real en plenitud, para que no nos detengamos en los objetos ni en ningún tipo de posesiones, para que rompamos límites. La fuerza del amor verdadero es poderosamente creativa y transgresora. No la confundamos con obsesiones mediocres y cobardes aferradas a alguien o algo desde la ceguera, el miedo y el egoísmo, por pura conveniencia. "Cuando el sabio señala la luna, el necio se queda mirando el dedo", dice un proverbio chino. Y la vida es, sin duda alguna, la más sabia de las maestras.