594 +18 Encuentro al anochecer de un frío invierno
Milagros Bermúdez
Durante la oscura noche de un invierno lejano, un gélido viento se colaba a través de las múltiples fisuras de la puerta, ventanas y techo de una vetusta cabaña. Aquel viento calaba asesino sobre la piel de ella, quien se apretujaba contra una esquina pensando en su abandono y en el lento camino a la muerte. Al otro lado de aquella casucha un hombre de aspecto hosco se cubría como podía con una sucia manta.
La tenue luz de la farola de aceite otorgaba un sobrecogedor ambiente al lugar. Él divagaba en pensamientos lejanos mientras ella trata de acallar los propios. El ocre olor de la tierra sumando al golpeteo incesante del viento sobre la destartaladas placas de metal de la casa volvían insoportable aquel momento.
Él se puso de pie acercándose de manera dudosa hacia la mujer de oscuros cabellos. Ella sintió cierto temor, aunque sabía que algo peor a lo sucedido hasta ese momento era imposible. Sin mirarla de frente el hombre se sentó a su lado y le ofreció compartir la manta sin decir una sola palabra, solo se la extendió para que ella pudiera tomarla.
En otras circunstancias ella hubiera rechazado aquel ofrecimiento, ni siquiera hubiera mirado a aquel sujeto de aspecto poco amigable, pero la necesidad nos hace realizar pequeños sacrificios que a veces pensamos que son grandes, pero resultan ser muy pequeños a comparación de otros. Cubierta pues, bajo la protectora manta, la mujer pudo aliviar su dolor, más aún cuando sintió cerca el calor del cuerpo ajeno. Sin pensarlo mucho se acerco más a él y lado a lado se acomodaron para compartir el calor mutuo.
Es extraño como las cosas que en ciertas circunstancias pueden sernos desagradables en otras no lo son. Nuestra mente nos tiende trampas en las que caemos sin darnos cuenta. El calor busca al calor y ella que está cerca ahora lo está más a los pocos segundos. Él duda pero no hace nada, siente al igual que ella la presencia desconocida de otro ser, pero a la vez también siente el cálido contacto con el cuerpo humano, y siento en este caso, el de una mujer, es algo especial.
Él no recuerda cual fue la última vez que estuvo tan cerca de una mujer, menos de una tal bella como la que tenía a centímetros. La había visto antes a la luz clara del día. Sabía que ella era ajena a su mundo, sin embargo ahora la tenía tan cerca que podía adivinar su aroma y embriagarse con él.
La cabeza de ella buscó el refugio del duro pecho masculino. El brazo de él la cubrió y la atrajo más hacia si mismo. La mujer se sentía protegida del frío y de cualquier otra cosa, no quería recordar, solo vivir el momento y refugiarse en deseos nacidos de la situación. Por un momento olvidaron quienes eran y a que mundo pertenecían, ahora compartían un solo mundo especial hecho para ellos y con el único fin de ser presas de un capricho desconocido.
Las bocas se buscaron en la semioscuridad, los labios se tocaron con miedo primero, para luego volverse atrevidos y terminar en una danza salvaje. Él probó la dulce miel y pensó que no podía haber algo mejor. Las manos cobraron vida propia y buscaron las del compañero. El tacto ciego descubre de manera distintas las cosas con respecto a la pasiva expectación de los ojos. Los tocamientos son como el primer paso sobre terreno desconocido, pero cuando son guiados por la sin razón del placer no hay lugar a caídas.
Las manos de él palparon el cuerpo de la mujer como queriendo abarcarla toda. Ella se ayudó de las manos de su amante para liberarse de la ahora sofocante ropa. La desnudez llegó rápidamente y se hizo presente en ella. Él acarició aquellas generosas y suaves curvas que la naturaleza, sabia como ninguna, le habían otorgado. Se regocijó como un niño al revivir aquella experiencia olvidada.
Las manos de ella se dirigieron sin pudor al bulto del hombre. Liberó de su cárcel al sátiro juguete, que duró como la piedra de la montaña, se erguía al cielo insolente. La mujer retiró como pudo lo poco de ropa que le quedaba al hombre completando el cuadro con la desnudez total. Ella podía sentir los fuertes músculos de aquel hombre rudo. Pudo atraer hacia si las manos ásperas y grandes que volvían a explotarla con lujuria.
El frío no existía ya, ahora el calor se apoderaba de ellos y no había tormenta que los abatiera. El festín del placer carnal había comenzado sin epílogo previsto. Era como si Pan (dios griego asociado a la fertilidad y sexualidad) con pericia tocara su herética flauta solo para ellos.
El hombre la tomó por su estrecha cintura depositándola sobre sus fuertes piernas. El cuerpo de ella se frotaba contra el de él, las formas se buscaban y se amoldaban como piezas que antes habían estado divididas pero que ahora buscaban su posición natural. La dureza del hombre con el tierno y húmedo tesoro de la mujer se buscaron y se unieron deliciosamente. Era un concierto tocado al unísono para dos instrumentos que eran hombre y mujer. Él la sentía vibrar y gozaba con los impetuosos movimientos de una hembra en celo.
Ella era abatida sin piedad una y otra vez por el empuje de poder masculino, pero la mujer no rendía bandera sin lucha previa y encaraba con valentía los envites incesantes del enemigo. Las bocas besaban y los ojos se cerraban, ella gemía y el rugía. Ella sabía que pronto acabaría todo y que el final era inevitable, pero la cumbre del fin estaba coronada por el estado máximo de placer, un momento llamado por los franceses "le petit mort". Una pequeña muerte que ella ahora sufría y sufriría varias veces durante aquel encuentro.
Las manos no descansaron ningún momento y buscaron en ella los suaves pero firmes muslos, el comienzo de aquella larga espalda, los largos cabellos sedosos que acariciaban al ser acariciados. Ella no se cansó de aferrarse a los fuertes brazos y al recto cuello de su amante, no dejó de acariciarlo como lo hace una ama a su indefenso niño.
El hombre no cedía y deseaba seguir hasta el fin del mundo, pero el cuerpo no conoce de eternos y las leyes naturales no pueden ser transgredidas. Aquella diosa profana de lujuria desconocida no le daba descanso y compartía con el una fuerza motivadora que los hacía estremecerse desde sus cimientos.
Pero todo principio tiene su fin, que nos sirve para apreciar mejor las cosas en ausencia. Desfalleciendo ambos, de placer, sucumbieron finalmente como guerreros a la consumación de la batalla. Él entregó todo su ser en un solo y emotivo grito de placer y ella correspondió con un ahogado gemido que se perdió en el aire. La electricidad recorrió los cuerpos que, arqueándose, terminaron exhaustos y abatidos.
Lo que una vez estuvo unido se separa para seguir su camino, los cuerpos distintos únicamente se vuelven uno solo por momentos. El cálido abrazo de los amantes se vuelven ahora tierno y dulce, los labios no buscan mas saciar una sed de gozo, si no una amigable compañía. Derrumbados sobre la hosca madera del piso se mantienen aún juntos, quietos como animales heridos, pero vivos y satisfechos como vencedores de una guerra justa.
La luz de sol aparecerá detrás de las inmutables montañas desterrando la oscuridad de la tierra. La armonía del mundo trabaja para hacer que día y noche no se encuentren, salvo en raras ocasiones como en los eclipses. Existe pues también armonía en los eclipses, que son poco frecuentes, pero cuando se suceden son un espectáculo asombroso a los ojos del hombre.
Él y ella saben que son día y noche; saben que el mundo no funciona en pos de la felicidad de nadie, por tanto tienen que alejarse para algún día capaz volver a coincidir de nuevo. Pero por ahora… solo por ahora, no tienen nada más por que preocuparse.
Bruno Fernández (@BrunoFdz)