Carmen Posadas
Escritora
Una vez hace muchos años, yo rescaté al almirante Jacques Cousteau de naufragar en pleno mar Antártico. Ya sé que suena un poco sensacionalista pero es la pura realidad, lo que ocurre es que una vez que se cuenta, y sí se es fiel a lo sucedido, la aventura no deja de ser más que una anécdota curiosa. He ahí, precisamente, el mérito de la literatura y la desventaja de los relatos verdaderos, en la primera se adornan los sucesos para que suenen emocionantes, en los segundos simplemente se relata – o se debería relatar- solo la verdad. Lo que voy a contarles sucedió en el año 1973, en aquel entonces yo estaba recién casada y mi suegro decidió invitarnos a un viaje al Polo Sur. El era un gran viajero pero se sentía viejo y enfermo por lo que hablaba a menudo de emprender un último viaje que le llevaría a conocer el extremo más austral del mundo antes de morir. Premonitorio o no su deseo, el caso es que a los pocos días de volver a Madrid, sufrió un infarto y fallecía a las dos semanas. Nada durante el viaje hacia presagiar tal desenlace.
Viajábamos en un rompehielos sueco que había de llevarnos a Ushuaia, que es la punta mas extrema del continente americano atravesando el estrecho de Magallanes hasta llegar a las tierras heladas de la Antártica. Hay que decir que lo primero que me sorprendió de este crucero fue la edad de los expedicionarios. Yo hubiera imaginado que todos serian muy jóvenes, pero lo cierto es que, a parte de un matrimonio de científicos australianos que rondaban la cuarentena, los demás pasajeros eran personas mayorcísimas aunque eso sí, todas infatigables expedicionarios que lo mismo embarcaban en una frágil “zodiac” que recorrían larguisimos trayectos a pie sobre superficies heladas. Yo me hice bastante amiga del matrimonio australiano y de su hijo, un niño muy despierto de unos diez años que parecía saberlo todo sobre pingüinos y ballenas.
Un día en que la mar estaba especialmente en calma, recibimos la llamada de socorro de un barco. Pronto se corrió la voz entre los pasajeros de que tendríamos que intervenir en un salvamento y aunque el tiempo era esplendido, la aventura prometía ser emocionante. Alguien explicó que el barco en cuestión acababa de chocar contra un iceberg que le había abierto una gran vía de agua y como era de esperar, las conversaciones sobre cubierta, inmediatamente comenzaron a girar en torno grandes y famosos naufragios especialmente el del Titanic que igual que el barco que íbamos a socorrer, había sido alcanzado por un témpano de hielo. Nuestro rescate, sin embargo, no se pareció en nada a los que se ven en las películas. No era un día de tormenta, ni arreciaba el viento, por lo que todas las maniobras se realizaron en un ambiente de lo más campechano y casi nos hablábamos de barco a barco en medio de la operación. La nave siniestrada estaba de proa por lo que durante un largo rato no fue posible ver su nombre ni su bandera. Se hacían cábalas sobre qué tipo de barco seria, a mi me sorprendió ver que los marineros tenían como único distintivo un gorrito de lana azul. No se trataba de un barco militar, tampoco era un pesquero ni una nave de recreo, era - y debo decir que fue el niño australiano experto en ballenas y pingüinos el primero en darse cuenta- el “Calipso” el buque oceanográfico mas famoso del mundo.
Después de la operación de salvamento, los pasajeros tuvimos ocasión de conocer a Jacques Cousteau. Yo me acerqué con mis amigos australianos a saludarlo segura de que, siendo ellos expertos en oceanografía, tendrían una agradable charla sobre algún tema científico y apasionante, pero la verdad aquel héroe de nuestros tiempos no estaba en su día mas locuaz. Tal vez porque estaba preocupado por lo ocurrido por su barco, tal vez porque a estas alturas estaba ya muy aburrido de contestar a las preguntas de admiradores y curiosos. En cualquier caso, lo cierto es que se encasilló huraño en un rincón de la cubierta con el capitán de nuestro barco y no quiso hablar con nadie. A las preguntas de mis amigos los científicos contestaba con monosílabos y a las de otros pasajeros ni siquiera se tomaba la molestia de responder. Después de un rato, el almirante desapareció sin despedirse dejando tras de si un grupo de desconcertados pasajeros que poco a poco fueron regresando a sus camarotes. Todos nos quedamos con las ganas de preguntarle por sus peripecias en los mares helados, por sus descubrimientos oceanográficos, por sus emocionantes búsquedas de tesoros perdidos, por mil otras aventuras…Pero como dijo entonces mi amigo australiano y luego he tenido ocasión de aprender en muchas ocasiones a lo largo de mi vida, de ciertos hombres a los que tenemos idealizados es mejor, mucho mejor, admirar su obra y olvidarse su persona, se lleva uno mucho menos chascos.
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