Todas las historias terminan mal. Y esta, además, tiene un mal comienzo.
Allen Parton era un oficial de la marina Real Inglesa. Sufrió un accidente de tráfico en 1991, cuando estaba destinado en Irak, durante la Guerra del Golfo.
Las secuelas fueron terribles a nivel neuronal. Los daños en el hemisferio izquierdo del cerebro le causaron una parálisis permanente del lado derecho del cuerpo. Estaba condenado a una silla de ruedas de por vida.
Pero, además, sus funciones cognitivas se alteraron gravemente; Allen no podía hablar, su cerebro emocional (el sistema límbico) estaba dañado y no podía expresar sentimientos. La memoria, perdida, no le permitía recordar siquiera que estaba casado. Que tenía dos hijos.
Cinco años penó en un infierno de olvido brumoso y silencio en un hospital de Portsmouth. Intentó acabar con su vida en dos ocasiones. No había esperanza ni futuro para Allen.
En 1996 Sandra, su esposa, acudió junto a un indolente Allen a una asociación con la que colaboraba. Se trataba de un centro de entrenamiento de perros guía.
Habían tomado la decisión de rechazarlo como perro guía.
Un Allen desinteresado de todo entró en una sala de entrenamiento con muchos perros; y entonces algo sucedió. Algo inexplicable.
Endal, el perro apático, se acercó enseguida a Allen y recogió algo del suelo. Se lo puso en el regazo. Nadie le había dado esa orden. Nunca había hecho nada parecido con anterioridad. Allen no reaccionó.
El perro, molesto por no haber recibido caricias ni afecto, se acercó a una estantería donde los perros entrenaban con latas de comida para ayudar a sus futuros dueños en los supermercados. Le acercó a Allen una lata. Nada. Le acercó otra. No hubo respuesta del hombre.
Endal se volvió loco. Situó sobre Allen tal cantidad de latas que apenas se le veía la cabeza. Y entonces se produjo el milagro: por primera vez en cinco años, en el rostro de Allen, apareció la sombra de una sonrisa.
Endal había elegido a Allen y Allen aceptó que Endal se asomara a su mundo de tinieblas y abriera un breve resquicio a la esperanza.
Se acostumbraron el uno al otro, con paciencia. Como Allen no podía hablar, se comunicaba con Endal utilizando un lenguaje de señas. El perro respondía a más de cien instrucciones, y consiguió que Allen pudiese reincorporarse a una vida digna. Le ayudaba en el supermercado, pulsaba los botones en los ascensores, acompañaba a Allen al pub y con ladridos pedía y pagaba las pintas de cerveza. Sabía llenar, activar y vaciar una lavadora, abría las puertas de los trenes y pagaba a los conductores de autobús.
Un día en el que Allen intentaba sin éxito recoger su dinero de un cajero automático, Endal recuperó primero el dinero y después la tarjeta de crédito. Desde entonces, Endal se ocupó de manejar los cajeros automáticos. Fue el primer perro en hacerlo, y su ejemplo sirvió de inspiración a fundaciones dedicadas al entrenamiento de perros. Endal le demostró al mundo que no había límites a su inteligencia y su afán por ayudar a Allen.
Endal trabajó en la mejora de niños autistas, en el apoyo a enfermos terminales; pero también era travieso e inquieto. En el parque le gustaba perseguir a las ardillas, y sacaba de hurtadillas el papel usado de la papelera para luego tirarlo por el suelo. Cuando Allen le prestaba atención, recogía solícito el papel para ganarse una caricia.
La mejora de Allen a nivel sináptico resultó evidente; su cerebro encontró nuevos patrones y rehízo conexiones donde antes sólo había destrozo. Estaba contento, esperanzado. Un día, de su boca salió algo parecido a un gruñido. Endal ladró frenético, contento. Unos meses más tarde Allen, contradiciendo las opiniones de todos los neurólogos, volvió a hablar.
Los neurólogos se equivocaron porque en sus estimaciones no contaron con el amor de Endal.
En el año 2001 Endal y Allen sufrieron un grave atropello en un aparcamiento. Allen cayó, inconsciente. Un renqueante Endal intentó que recuperara el sentido sin éxito. Recuperó el teléfono móvil de debajo del coche y marcó el número de emergencia, pero Allen seguía sin reaccionar. Ladraba por si alguien le escuchaba, pero nadie respondió, ningún rostro se asomó en las ventanas de las casas colindantes. Entonces, el perro colocó al hombre tumbado en una posición lateral, para que no se ahogara en al caso de que le sobreviniera un vómito, buscó una manta y lo cubrió para que no perdiera calor y, cojeando, herido, se dirigió a un hotel cercano para solicitar ayuda.
Endal es el perro con más condecoraciones del mundo, y más de 350 canales pidieron realizar filmaciones donde mostrara sus extraordinarias habilidades. Se rodó una película sobre su figura y se instauró el “premio Endal” para destacar a los perros más destacados del año.
Pero, como dije, esta historia, como todas, tiene un mal final.
En el año 2009, a los 13 años Endal apenas podía moverse por la artritis, y había sufrido un derrame cerebral que había mermado su calidad de vida. Era hora de poner fin a su existencia.
Por la mañana vino el veterinario, y le puso a Endal una inyección de hielo. En los brazos de Allen su respiración fue haciéndose más calma, hasta que dejó de exhalar vida. Allen se echó a llorar, desconsoladamente, con una pena que le desgarraba por dentro.
Pero una sombra blanca se le aproximó, lentamente. Endal Junior, un joven labrador que había entrenado junto a Endal durante el último año, traía en su boca, delicadamente, un paquete de clínex.
Nadie le había entrenado para hacer eso. Endal se lo dijo. Seguro.
Cuida de él. Por mí.
Antonio Carrillo