Comenzó a llover a la hora del café, sobre las cinco de la tarde, y no paró hasta que el tercer toro estaba ya en el desolladero. Caía una espesa cortina de agua cuando se abrió la puerta de cuadrillas y allá que iniciaron los toreros el paseíllo sin haber inspeccionado, siquiera, el estado del ruedo. Queda en el aire la duda: o es que venían a por todas, cayera lo que cayera, o alguien los presionó para que miraran para otro lado porque devolver más de veinte mil entradas maldita la gracia que le hace a cualquier empresa. Sea como fuere, el agua, persistente y copiosa, fue una invitada molesta que influyó, qué duda cabe, en el desarrollo del festejo. Ni los toros ni los toreros se desplazan con la seguridad que ofrece el suelo seco; y más que mojada, enfangada quedó la arena venteña, a pesar del buen drenaje del piso de la plaza. Al final, más que una corrida aquello parecía un partido de rugby, con los jugadores embarrados hasta las cejas, las zapatillas y los trajes para el tinte, y muletas y capotes para la lavadora. Bueno, la verdad es que el festejo fue más breve que bueno. Los toros decepcionaron por su invalidez y sosería, a pesar de que la nobleza de los dos primeros hizo abrigar las mejores esperanzas. Influyó, seguro, la lluvia, el barro, una lidia inadecuada, un exceso de castigo en varas, pero el festejo inició una cuesta debajo de la que no se recuperó. Y decepcionaron los toreros. No todos. Fandiño, por ejemplo, se salvó de la quema. Y más que por la oreja que cortó, por su disposición, porque vino a buscar el triunfo, porque vendió muy bien su producto y mantuvo la ilusión hasta el último momento.
De la crónica de Antonio Lorca en El País