Enseñanzas playeras y vuelta a casa.

Por Negrevernis

Que levante la mano quien no haya visto nunca un castillo de arena. O quien no lo haya hecho alguna vez, empujado por el ahínco del más pequeño de la familia, todo ilusión y el empeño puesto en la pala de playa agarrada firmemente. 
Y el padre que va, solícito, a cumplir -una vez más- una de las tareas que le vienen dadas desde su progenitura: inaugurar las vacaciones y bautizar la arena de la orilla con la construcción del emblemático edificio. Desde mi puesto de observación bajo la sombrilla -azul, de rayas, base de operaciones del baño familiar a mediodía- contemplo de reojo el afán de niño y padre, que acaba conviertiéndose en el capataz de la obra, enviando al pequeño a justo la orillita, allí donde mueren las olas y dejan estas una arena fina, fina, oscura, "apretada, papá", perfecta de argamasa para el castillo de marras. El padre, mientras, acaba por volcar los cubos que, uno tras otro, le va trayendo el niño; uno tras otro, lento, pausado, cada vez con más distancia entre este y el siguiente, hasta que acaba, al fin, la pala abandonada junto a la muralla, el cubo ladeado y el padre, de rodillas, terminando la obra, que para eso uno debe concluir lo que se empezó. 
El niño, mientras, ajeno a la enseñanza paterna de constancia y esfuerzo, se deja mecer en sus manguitos por las suaves olas...