Una tarde de domingo, me sorprendí a mí mismo ataviado con el traje que con aroma a naftalina languidecía en el fondo de un baúl. Recorrí las calles del pueblo. Cuando tuve la absoluta certeza de haber sido visto por todos aquellos que me creían víctima de la voracidad de las aguas marítimas, volví a casa. "Ya estás aquí, Ismael", musitó mamá. Y sus febriles párpados entreabiertos me permitieron contemplar por última vez el iris de sus ojos. Había mudado de color: de tenue azul celeste a intenso azul marino.
Texto: Nuria Rubio González