Entre la Constitución y la Inmaculada

Publicado el 08 diciembre 2019 por Daniel Guerrero Bonet

Estamos en pleno “puente” festivo por el que disfrutamos en España de unos días consecutivos de asueto laboral -los que puedan permitírselo- gracias a dos fiestas muy próximas en el calendario: el 6 de diciembre, día de la Constitución, y el 8 diciembre que, al ser domingo, pasa a celebrarse el lunes 9, día de la Inmaculada Concepción. Dos festivos que denotan el carácter contradictorio del ser humano: racional y supersticioso, simultáneamente. El de ser, además, aprovechado lo adquiere por experiencia, que le dicta no desperdiciar ninguna oportunidad de ampliar los descansos y hacer “puente”, es decir, considerar como día festivo una jornada laboral que se intercala entre dos fechas festivas. Un “privilegio” que no todos los trabajadores pueden disfrutar.
Pero, a lo que íbamos: fiestas laicas y religiosas. La educación cívica nos mueve a celebrar el acuerdo por el que regulamos nuestra convivencia de manera pacífica en virtud de unas leyes o normas recogidas en un texto constitucional. Un 6 de diciembre de 1978, los españoles ratificaron en referéndum una Constitución que daba fin a la Transición y nos embarcaba a vivir en democracia, como los demás países de nuestro entorno, dejando en nuestras manos la posibilidad de elegir a nuestros gobernantes a partir de entonces. Desde aquella promulgación de la Carta Magna, ni el caudillismo ni los dictadores serían tolerados en nuestro país. La política debía atenerse al sistema democrático, gracias al cual cada cuatro años los ciudadanos con derecho al voto elegirían a sus representantes para que, de entre ellos, se nombrara un presidente de Gobierno. Y así seguimos haciéndolo desde hace 41 años. Por eso, la Constitución Española, después de un período de más de 40 años de vergonzante dictadura militar, supuso la bonanza cívica en España y el final de la última dictadura existente en Europa. Sobran, por tanto, los motivos para conmemorar la ratificación de la Constitución vía referéndum como hecho histórico que nos ha proporcionado un dilatado período de paz y prosperidad. También como fecha simbólica para hacer pedagogía sobre los principios que se consagran en el texto constitucional, cuales son la igualdad, la libertad y la democracia, y que configuran un Estado de Derecho, Social y Democrático. Es, sin duda, una conducta racional y colectiva en defensa de unos valores cívicos y pacíficos de convivencia.
Por otro lado, celebrar como fiesta de precepto, el día 8 de diciembre, un dogma católico como el de la Inmaculada Concepción de María, supone otorgar a un credo religioso la misma importancia social de la Constitución. Sin embargo, el calendario está salpicado de más fiestas de carácter religioso que laicas. El de la Inmaculada festeja desde el siglo XVII, para los creyentes, que un dios único se engendró sin fecundación en el vientre de una mujer para nacer de ella y transformarse en un ser humano que compartía la misma esencia divina de la deidad. Conmemora el culto a una mujer como un ser de pureza original, virgen, limpio y bendito, madre de Dios. Para explicarlo burdamente, es como si, en vez del vino, se idolatrase al tonel donde el zumo de uva se convierte en una bebida alcohólica. Se trata, en definitiva, de preservar con esta festividad uno de los hitos más irracionales de la intuición supersticiosa del ser humano a la hora de hallar una explicación al origen del universo y, por ende, del hombre. Dios, la única explicación, no deja de ser un constructo humano que requiere de la “humanización” de su intervención en la Tierra para ser aprehendido por nuestra mentalidad. Pero el fenómeno religioso no puede obviarse en la cultura y las tradiciones que caracterizan a nuestra sociedad cristiana occidental. Ni el arraigo que tiene en la mayoría de la población, declarada confesionalmente católica. De ahí que, como el de la Constitución, también deba celebrarse el Día de la Inmaculada Concepción, de tradicional culto para la iglesia católica y sus feligreses.
Muchos cuestionan la festividad laica, algunos la religiosa. Para unos es algo inherente de la racionalidad del ser humano, para otros es muestra de la irracionalidad que todavía nos conduce por senderos de superstición. En su conjunto, no son más que manifestaciones de la diversidad social, la libertad de expresión y opinión y de la tolerancia que debe mantenerse en una sociedad plural y democrática. Aunque una nos afecte a todos -la Constitución- y otra sólo a los creyentes -la festividad religiosa-, lo importante es que ambas configuren los símbolos de una participación colectiva en paz y libertad. Días festivos que, aparte de ofrecernos una excusa para el ocio, sirven para cohesionar nuestra sociedad en función de sus tradiciones, cultura y logros cívicos de convivencia. Lo que no es poco.