Escucho estos días cómo las dos partes enfrentadas en el conflicto de Catalunya se identifican con la pena, unos para convertirse en víctimas y los otros en verdugos; la pena vale para casi cualquier cosa porque en ella caben todas las expectativas y todas las derrotas: me da pena pero nos vamos, me da pena pero tenemos que quedarnos. Así, los grandes sentimientos han tomado posición en este conflicto que solo acaba de empezar. Nadie quiere saber realmente qué pasa y por qué pasa, lo que queremos es llorar o reír, que el nacionalismo de un signo u otro nos sacuda porque la vida es insoportablemente aburrida e injusta. Vitorear a la policía o insultarla: esa es la cuestión.
Que el mismo Presidente de la Generalitat pida diálogo después de infringir la ley es la muestra inequívoca de que estamos frente a un teatro en el que todo sucede de forma virtual. Habrá declaración de independencia y no la habrá. Es el signo de los tiempos que nos ha tocado vivir: tener amigos en Facebook a los que no conocemos, colgar fotos en Instagram creyendo que la felicidad es ese escaparate mentiroso. Todo sucede en diferido y todo es una mera puesta en escena de una tragedia que no termina nunca de empezar.
El patetismo con el que unos y otros agitan las banderas nos coloca, a los que no creemos en los símbolos nacionales, en una perspectiva moral desde la que observar con malicia el desastre. Los que piden la aplicación del 155 no dicen una cosa importantísima: cómo se aplica. Lo mismo sucede en las filas de los independentistas: cómo se hace un país independiente. En este país nadie sabe nada pero a todos nos gusta opinar con vehemencia como si fuéramos expertos.
La manifestación del Domingo 8 no pidió la concordia o lo hizo en la misma medida en la que los catalanes pidieron la paz el día tres. Al nacionalismo no se le puede oponer un nacionalismo más potente, se le debe oponer la cordura, los argumentos y la razón. Mientras los patriotas se felicitan por la labor de la policía muy pocos se preguntan por qué fue un fracaso puesto que no se impidió la votación. También los mismos mossos que apaleaban indignados del 15M se han visto acusados ahora de cobardes.
Hay algo que está en juego más allá del independentismo catalán, y es el modelo de Estado, algo que Felipe VI ha visto con claridad, de ahí la contundencia con la que en su discurso defendió el orden y la ley, reivindicándose de esta forma así mismo. Olvidó el Rey en ese discurso que la Constitución dice sobre sus funciones: “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. Así que perdió el monarca una oportunidad única de demostrar su neutralidad: el Rey no es neutral, no es el Rey de todos.
Entre la nada y la pena elijo la pena, decía un personaje de William Faulkner. Tomar partido por una u otra opción en el asunto catalán se ha vuelto imposible: son los otros los que te colocan la bandera, son los otros los que deciden si eres un fascista o un independentista. Así las cosas, el nacionalismo (el mal del siglo XX) vuelve sobre sus pasos porque parece que aún hay cuentas que saldar. La identidad amenazada no conoce la prudencia, basta con observar cómo nos enfadamos cuando alguien confunde nuestro nombre.
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