Que la felicidad no la da la riqueza es algo reconocido aunque no sea muy aceptado. Pero puede ser constatado. De hecho, según un estudio reciente realizado a finales de 2014 entre 64.000 personas en 65 países del mundo, se detecta que Europa, perteneciente al primer mundo rico y desarrollado, es el continente con más ciudadanos tristes, y que África, asolado por la pobreza y las epidemias, es en el que la gente se declara más feliz y donde un 83 por ciento de sus habitantes encara la vida con una sonrisa. Ello no evita que, quizás, sea también en la risueña África, con toda seguridad, donde la mortalidad alcanza sus mayores cotas a edades tempranas y por causa de toda clase de infortunios. Pero la muerte y la risa se alían allí contra la adversidad existencial para no privar de felicidad y resignación a los africanos.
La risa y la muerte, por tanto, nos reconcilian con nuestro tamaño vital de pura insignificancia, pero sin conferir a la vida humana una pulsión inútil, como creía Sartre. La grandeza de la vida humana está determinada por su finitud y por esa capacidad racional de ser autoconsciente de sus propias limitaciones espacio-temporales, es decir, de la muerte. De esta manera, cuenta con la mejor de las disposiciones para encarar cada uno su mejor vida posible, la buena vida que Ortega y Gasset llamaba vocación, asumiendo la verdadera dimensión humana, lo que nos libera de prejuicios, temores infundados y afanes baldíos que nos impiden alcanzar una vida plena, entre la risa y la muerte.
Nota:
* Klappenbach, Augusto: Defensa de la muerte, Revista "Claves de Razón Práctica", nº 238, pags. 122 a 129. Enero/Febrero 2015.