Revista Arte

Entre la satisfacción y el desatino de la vida, los autores buscarán confundir con su belleza.

Por Artepoesia
Entre la satisfacción y el desatino de la vida, los autores buscarán confundir con su belleza. Entre la satisfacción y el desatino de la vida, los autores buscarán confundir con su belleza. Entre la satisfacción y el desatino de la vida, los autores buscarán confundir con su belleza. Entre la satisfacción y el desatino de la vida, los autores buscarán confundir con su belleza. Entre la satisfacción y el desatino de la vida, los autores buscarán confundir con su belleza.
Tiziano pintó diferentes versiones del relato mitológico de Dánae. La que compuso para la corte española de Felipe II -actualmente en el Prado- consigue reflejar el sentido melancólico de la leyenda. Dánae está encerrada en una torre por su padre, el rey Acrisio, donde ella no puede ver, ni ser vista, ni escapar ni esperar nada. Un oráculo le hace pensar al rey que el hijo que ella tenga -su nieto- acabará por matarle a él para obtener su reino. ¿Qué puede hacer Dánae? ¿Qué destino, desde afuera de ella, le tratará así, tan cruelmente? En la obra, Tiziano nos muestra su belleza, pero también su confusión, su sumisión, su incomprensible desazón por lo que vive cada día, atrapada en un destino absurdo. Sin embargo, el mito continuará con un Zeus seducido -otro destino desde afuera de su vida, la de Dánae-, pero, ahora, convertido éste en una lluvia de oro sorprendente y distanciada. Engendrará no obstante a un gran héroe  -Perseo-, pero ella no lo sabrá.
Cuando los pintores del Modernismo de principios del siglo XX pusieron en liza tanto un realismo feroz como un preciosismo casi romántico, consiguieron aunar belleza con profundidad. Así, el gran Zuloaga pinta tumbada a una modelo espectacular en aquellos años bellos y desenfadados. Anna de Noailles fue una hermosa, mundana, poeta y aristocrática rumana que vivió en el París de la Belle Epoque. El maestro español la pintó en 1913 como una modelo de aquel romanticismo de años atrás, pero esta vez con los trazos propios del Modernismo que alumbraba una realidad más cercana, indolora, oscurecida y vibrante. Ella nos muestra aquí un semblante diferente a la modelo anterior del Renacimiento italiano, ahora su rostro nos indica una cierta satisfacción por una vida controlada, segura, convencida de todo lo que su destino pueda componerle.
El extraordinario Edvard Munch, reflejo de la emoción no translucida de lo humano, viene a sorprendernos aún más con su decidida forma de componer momentos transcendentes sin demasiados alardes. Su obra La Tormenta volverá a hacernos buscar algún referente que nos diga qué es realmente lo que estamos viendo. Ante el paisaje oscurecido, abrupto, con colores parecidos a algo que parece un cielo pretormentoso, pensamos así que no deja de ser un adviento, un aviso de lo que acontecerá. Pero, la realidad es que aquí no hay tormenta climatológica, ni la habrá. Sólo los personajes -casi fantasmales- que se acercan hacia afuera, lejos del hogar, muestran el gesto espantoso de lo porvenir. ¿Dónde está la Tormenta, entonces? ¿Por qué, de haberla, se alejan además de la protección de una vivienda acogedora, segura y deseada?
Otra de sus obras enigmáticas, Amor y Dolor, nos obligará a pensar en ella con imaginación desbordada. Ha sido vulgarmente rebautizada como El vampiro, aunque es más exacto el titulo que su autor le puso. Es el reflejo de lo que la vida nos ofrecerá siempre: Satisfacción y desatino, crueldad y alivio, dolor y amor. Aquí el autor utiliza a la modelo para inquirir la forma desagradable del binomio. Es una manipulación que se permite el creador -parcial y tendenciosa-, pero que no tiene por qué suponer -como se ha dicho- una forma de misoginia. Había que impresionar una imagen que consiguiera englobar las dos caras de las cosas, y Munch lo consigue con la perfecta composición -ambigua incluso- de la perfecta sintonía de dos elementos universales.
El pintor Pierre Auguste Cot, en una obra clásica de su academicismo -trazos perfectos en un dibujo perfecto- francés del siglo XIX, compone otra obra titulada La Tormenta, como aquélla de Munch. Sin embargo, aquí el creador no huye de ninguna forma de compleja y absurda forma de representar una tormenta. Ni siquiera la pinta -la tormenta- en su esplendorosa forma natural, con esos colores o esas incómodas formas de lo salvaje de su efecto. Aquí lo único que refleja movimiento es el correr de una pareja que sabe adónde va, que busca la complicidad de esa eventualidad climatológica para recorrer la distancia hasta su deseo. No huyen de nada. Tan sólo van buscando la oportunidad de una ocasión sobrevenida. ¡Qué diferente con la otra Tormenta! Lo manifiesto que es provocado por la satisfacción, frente a lo absurdo que lo es por el desatino. Los creadores, como siempre, consiguen sorprendernos con su bella y sabia forma de comunicar. 
(Óleo La Tormenta, 1893, Edvard Munch; Cuadro Amor y Dolor, 1894, del mismo autor; Óleo La Tormenta, 1880, de Pierre Cot, Metropolitan, Nueva York; Lienzo de Zuloaga, Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913; Óleo Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1553, Tiziano, Museo del Prado.)


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