No sé si se nota por las páginas de este, mi diario o por mi actitud hacia la traducción a lo largo de este tiempo, pero, por si no os habíais dado cuenta, os lo comento: me apasiona. Es una profesión que me está cambiando, y a mejor, como persona y como futuro traductor. Lo que pasa es que yo no empecé esta carrera ansiando ser traductor, sino más bien otra cosa. Y por mucho que la traducción me guste, esa otra cara al final acaba saliendo. No significa que haya dejado de querer ser traductor. Ni mucho menos. De hecho, hoy mismo voy a escribir una conversación que ya he tenido muchas veces, pero que no me molesta repetir.
La traducción no es algo que me llamara la atención desde un primer momento. Elegí la carrera cuando apenas tendría quince años, y, desde entonces, me fui informando acerca de qué hacía un traductor, cómo trabajaba o qué era eso de la «traducción automática». Sin embargo, como acabo de decir, mi relación con la traducción no fue un amor a primera vista.
Tuvimos, tanto la traducción como yo, que romper el hielo bastantes veces para que me calara hondo. Y fue cuando me di cuenta, cuando yo lo estaba viviendo en primera persona, de lo extraordinario de la traducción: transportar el mensaje de un idioma a otro con todo lo que ello conlleva —matices, sentidos, cultura, etc.—. Sin embargo, en mi mente no solo se cocía el sentimiento de grandeza hacia esta disciplina, sino que también me afloraban viejos sentimientos que se habían quedado callados durante un tiempo.
Como muchos de mis compañeros, vi en la traducción y la interpretación una vía práctica de aplicar los idiomas para acabar siendo profesor. Sí, la docencia es mi vocación desde bien pequeño. Me he pasado veranos enteros dando clases particulares a niños pequeños, y no me costaba. Me encantaba saber que esos niños estaban aprendiendo gracias a mí y a mi experiencia.
Sin embargo, mientras que cuando empecé la carrera —y aún no me había enamorado de la traducción— me imaginaba con niños pequeños, como a los que daba clases en verano, en algún instituto o colegio, a lo largo de estos años me he dado cuenta de que en la universidad podría llegar a sentirme más cómodo que en ningún otro lado. Y llegar a ese escalón es algo que me he propuesto conseguir.
No me malinterpretéis: aunque me encante la docencia, sigo queriendo dedicarme a la traducción. Después de cuatro años de carrera, encuentros, charlas, másteres (si algún día hago alguno, claro), formación complementaria y demás, sería un tonto si no probara, por lo menos, el mundo de la traducción: cómo está, cómo me siento con él, si de verdad es algo a lo que me quiera dedicar para toda mi vida… De todas maneras, la docencia y la traducción no son incompatibles. Y no me refiero al hecho de que una sola persona sea traductor y profesor a la vez, que también, sino a las similitudes que tienen las dos profesiones
He observado que la traducción tiene mucho de docencia en realidad: esa parte, esa faz de profesor se ve claramente cuando, por ejemplo, tenemos que enseñarle a los nuestros nuestra profesión y desmentirles y explicarles algunas ideas equivocadas acerca de qué es la traducción (no somos intérpretes, no solo se traducen los libros, el traductor automático no equivale a uno profesional…).
También me he dado cuenta de que la traducción combina, prácticamente a la perfección, la enseñanza y el aprendizaje: el traductor no deja de aprender, somos nuestros propios profesores en esta profesión. Ejemplo de ello es el uso de las herramientas de traducción asistida, que no habríamos sabido de su existencia si no nos dedicáramos a este mundo, seguramente; a la fiscalidad, que muy bien explicó Oliver Carreira en el ETIM; y, por último, aprender a tener una vida diferente a la de otra gente por el hecho de trabajar en casa o de estar siempre pegado al ordenador.
En resumen: aunque al principio empecé esta carrera con la docencia en primer plano, porque a mí eso de que alguien conozca algo que no supiera o que entendiera algo de lo que no tiene ni idea me llena bastante, me he dado cuenta de que la traducción es una profesión extremadamente maravillosa de la que quiero formar parte sí o sí: no solo estamos haciendo una labor social —conectar culturas—, sino que es una de las profesiones en la que jamás se para de aprender.