Día tres
El plan del día era recorrer los aproximadamente 100km que me separaban de Mina Clavero, mitad de ripio, mitad de asfalto, frenando a almorzar en Taninga.
El camino fue más largo de lo que recordaba y también estaba más roto que aquella vez. Frené a conversar con Fernando, un lugareño que me contó la razón del mal estado de la ruta: el Dakar. Motos, cuadriciclos, autos y camiones atravesaron la montaña a toda velocidad, corriendo una carrera que me cuesta entender. A Fernando le avisaron dos días antes que debía guardar y cuidar sus animales (porque nadie se haría responsable si algún accidente ocurriera durante la carrera), lo cual se tradujo en más horas de trabajo, “hasta las 11 de la noche me tuve que quedar vigilando”.
La gente de la pampa, las vacas, caballos y ovejas, los que transitamos con otro sentido aquellos caminos somos el daño colateral del desafío de unos pocos que tienen mucho y que disfrutan sin considerar las consecuencias de su actividad. Espero que Sudamérica no se entere demasiado tarde que el Dakar es un atractivo que cuesta caro.
En Taninga hay un comedor pequeñito, apretado entre los pocos y grandes restaurantes que tiene la zona. Milanesa, ensalada y papas fritas fueron el combustible para afrontar la etapa siguiente: 50km de puro asfalto llano para meter cambio pesado y darle fuerte al pedal. Con el peso en las alforjas es difícil levantar más de 50km/h, sobre todo por el riego que existe de que un poquito de viento te haga perder el equilibrio y terminar hecho un rompecabezas de cuentero en el medio de la ruta. Así es que, a un promedio de 30km/h, se arriba a Villa Cura Brochero y luego a Mina Clavero. Una vez instalado en el camping caí en cuenta de una mala estrategia: no consultar Couchsurfing. Son las cosas que se van aprendiendo mientras se hace camino, a tenerlo más presente para la próxima.
Esa noche llevé mis cuentos al hormiguero peatonal en que se transforma la ciudad, puse un cartel que rezaba “¿Querés escuchar un cuento?”, y gorra de por medio la valija se fue abriendo y un par de cuentos salieron a la luz de la noche y al ruido callejero. Cuando terminé descubrí que extraño la guitarra al hacer gorra en la calle. La nostalgia se me trasladó a los brazos, pidiéndome la calidez compañera del instrumento. Una guitarra hace todo más fácil, la música nos acerca y crea ambiente para que sucedan cosas bonitas. Los cuentos salieron bonitos, la gente rio, agradeció con aplausos y engordó la gorra. Pero no es sencillo frenar, entre tanto barullo, tanta gente, tanta cosa por ver-comprar-oír-comer, y decir “sí, quiero escuchar un cuento”.Pensando en esto levanté mis bártulos y recorrí las calles, miré las ferias, me empapé de rostros venidos de quién sabe dónde.
Día cuatro
Después de almorzar llegué a Nono, donde me recibiría y alojaría una gran cuentera, Diana Vazquez, su hermana Laura y su cuñado Miguel. A pocos metros de la plaza principal, bajando por un sendero y atravesando una tranquera se alza un paraíso de tranquilidad, un abrazo familiar y un descanso invaluable que me dejó inmensamente agradecido. Me hicieron sentir como en casa; compartimos una tortilla de vegetales salteados exquisita preparada por Pilar (hija de Diana que llegó después), me contaron historias transerranas,y les regalé unos sonares de quena y alguna que otra canción. Se agradece dormir en colchón después de un par de noches en carpa. Mañana a cruzar las Altas Cumbres, esta vez por asfalto.