El próximo mes leerá su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Será la tercera académica en casi tres siglos de institución. Ana María Matute, 72 años, sigue siendo niña para no perderse en un proyecto de mujer. Y guarda historias para colmar la segunda vida que inició después de publicar "Olvidado Rey Gudú", rompiendo 20 años de silencio.
Por Elena Pita. Fotografía de Chema Conesa
Tal día como hoy Ana María Matute iba a sentarse en la Academia. Asiento K, única mujer en la regia sala, con un discurso, claro, propio de su literatura: En el bosque. La cita se ha retrasado hasta después de Reyes. Mejor, así leerá tranquila. Anda la escritora fatigada y nerviosa después de un año encantador en periplo con su Rey Gudú. El último viaje, a Perú, le ha dejado baldada, "estoy hecha una...". Fue en el avión, le dio uno de esos aires fríos que golpean al viajero en las vértebras adormecidas. Se queja Ana María, dolorida del trasiego, pero guarda en su tacto calor suficiente para una acogida más que buena, excelente. Es cálida su piel, tiene un roce extraordinario que contagia bienestar. Será algo aprendido en el subsuelo, tanto frecuentar gnomos y duendes, algo extraño que cura.
Ana María Matute, Barcelona, 1926, galardonada casi hasta lo más alto que las letras hispanas han concedido a una mujer, tiene el rostro desdoblado entre lo que ella es y la orografía impuesta por la vida. Lo cuenta mientras Chema Conesa la fotografía. "El sufrimiento me ha marcado la cara, pero también la risa me ha dejado arrugas". La vida es para la escritora una equivocación maravillosa (también lo eran el vino y el amor para su Trasgo del Sur). Luego dirá al fotógrafo que recuerda a los cómicos de feria, llegando a los pueblos con sus telones, abarrotando con cachivaches: "¡Fíjate qué bien está este artilugio, qué bien!", mientras le ayuda a guardar el fondo plegable en su estuche.
Está la otra Ana María debajo de los surcos. Niña o náufraga, reteniendo su yo o su isla, nadando hacia la playa desconocida del universo adulto: una farsa, dice. Es muy guapa y nunca lo supo. Está molesta con el invento este de lo políticamente correcto, que es como la censura, dice también, y para evitar que digan de ella, algunas cosas las cuenta al oído. Son sus ojos dos espejos brillantísimos que se encienden al hablar de los veranos infantiles en la finca de Mansilla, La Rioja, que se empañan aún al recordar la entrega de su último manuscrito, 2.000 páginas de Gudú, Olvidado Rey..., que fueran 25 años de fantasía entre la escritora y sus amadas sobrinas. Ana María tiene el libro sobre la mesilla, y le saluda y le acaricia cuando se levanta y por la noche le despide.
En fin, prefiere reír. En su mesa luce un solo girasol. Entra la luz a raudales en el ático y viene un señor a medir para unas cortinas. Se empeña la anfitriona en que tomemos algo y ella pide a su hijo un café bien negro porque acaba de amanecer, "lo confieso", aparcadas hasta Reyes las mil historias que bullen en su alma, ¿septuagenaria? Y prefiere también hacer chistes de la perrita yorkshire color canela: "Ay, cállate", le dice. "¿Por qué no cierras esa puerta? Ella ladra para justificar su sueldo: es sólo eso".
Pregunta.-Ana María, ¿qué va a hacer una niña en la Academia?
Respuesta.-Más que nada escuchar a los doctos, yo estoy ahí por creadora. Pero intentaré hacer algo para que entren más mujeres. No soy partidaria de eso de la cuota, pero sí estoy convencida de que hay muchas mujeres fuera de la Academia que son más importantes que algunos señores que están dentro: no señalo a nadie, es del domino público. ¿Cómo no entraron Rosa Chacel, María Zambrano, otras?
P.-Sorprende que sea un reducto machista cuando la literatura parece ser uno de los primeros bastiones femeninos.
R.-Sí, hay cosas en la vida... Todos los días suceden cositas. Yo no me quejo, pero, en igualdad de condiciones, las cosas siempre se han decantado por el hombre. La gente lo hace incluso sin darse cuenta. Por ejemplo, yo no espero ningún premio, pero para que le den el Premio Cervantes a una mujer, ya tienen que caer chuzos, eh.
P.-Así las cosas, que le concedan a usted el único asiento femenino, ¿es un halago o más bien un agravio para la mujer?
R.-¿Un agravio? No, tampoco hay que tomarse las cosas así, sería una salida de tono. Está muy bien que se lo den a una mujer: quiere decir que hay alguien allí que piensa en nosotras.
P.-Suena como las ministras con carteras decorativas en gobiernos muy machos.
R.-Es como si dices que a mí me han puesto ahí por mujer.
P.-¿Lo ha pensado?
R.-Lo he comentado, y me han dicho todos que no, no. Bueno, pues será que no: creo que me han elegido por unos ciertos méritos que ellos han encontrado, al margen de que sea mujer.
P.-Tengo entendido que hará en su discurso una defensa de la fantasía.
R.-Cuando haces conversaciones con esto (señala la grabadora), puede que las cosas no queden tan... Va por ese camino, pero no es eso. Se titula En el bosque.
P.-Ah, ¿y habrá trasgos y duendes?
R.-¿En mi discurso?, no. Ya los hay en la Academia (claro que lo dice en broma), pero a mí no me han hecho nada, eh, me han tratado muy bien. El discurso es una exposición de todo lo que me ha llevado hasta ese día, que al principio me asustaba tanto; qué ha sido y qué es para mí escribir. Aunque tampoco es eso, no sé: cuesta mucho expresarse, de ahí también la necesidad de la literatura.
P.-Una mujer única. Ana María, usted misma ha señalado su diferencia respecto al común del género femenino.
R.-Diferente de las mujeres y de los hombres. Yo cuando pienso, no los distingo: pienso en la gente.
P.-Pero es verdad que en su infancia se creyó medio niño medio niña.
R.-De niña, sí. Me aceptaban más los niños. Porque en aquella época las niñas no eran como ahora, las de mi estrato social eran espantosas, horribles, mujeres recortadas a tijera. Las madres eran imbéciles, pero la niñas el imbécil supremo, porque encima eran ignorantes. Mi hermana mayor no era así, sufría mucho por mi culpa. En mi adolescencia y primera juventud yo trataba un tipo de mujeres burguesas que lo único que pensaban era hacer una buena boda, y eso de que yo escribiera era una cosa rarísima. Siempre tuve amigos, en cambio ahora tengo unas amigas espléndidas. Yo dentro de mí guardé mucho tiempo el deseo de tener una amistad femenina, siempre estaba entre chicotes pero a pesar de todo yo no era un hombre, a pesar de tener las rodillas llenas de cicatrices de caerme de los árboles y no llorar, en la finca de Mansilla, que era el paraíso.
P.-¿Cuánto duró intacto ese deseo?
R.-Huy, hasta ya mayor, hasta los veintitantos.
"Estar con los débiles era ser de izquierdas, ahora no se sabe"
P.-Ana María, ¿lo bonito del recuerdo es que se inventa?
R.-La memoria modifica, es un escultor, a veces elimina cosas que deben desaparecer para no amargarnos la existencia. Eso en el fondo es la literatura: una memoria modificada.
P.-Hasta cuenta que pescaban truchas con la mano.
R.-Nosotros no, pero los niños de la aldea sí. Algunos lo hacían, y salían con las truchas así (cogidas entre manos), y nosotros sentíamos una admiración profunda. Yo nunca he admirado a un amigo de la ciudad como a aquellos niños probrecitos de Mansilla de la Sierra: eran los héroes. Fuertes, sabían qué era la vida, el drama cuando moría una ternera. Debo mucho a aquellos niños, y a la guerra, tristemente, porque vivíamos ahí en un mundo que... y todo vino de golpe.
P.-¿Durante cuánto tiempo creyó eso de que el mundo era una farsa de los adultos?
R.-Lo sigo creyendo, con matices, pero cada día más. Mejor dicho, ahora lo que pienso es que los mayores quieren convertir el mundo en una farsa, y lo consiguen bastante. En este mundo siempre hay uno que avasalla a otro.
P.-¿El niño es un ser solitario porque es incapaz de comunicar su explicación del mundo?
R.-No, es solitario sencillamente porque no pertenece al mundo de los mayores. Siempre digo y repito que el niño no es un proyecto de hombre, sino que el hombre es lo que queda de un niño, que es un mundo total y cerrado y redondo, y ahí no entra nadie más que su fantasía y otros niños. Los adultos no entran, y por eso es un ser solitario; no porque no pueda expresarse, que lo hace perfectamente con los suyos, y conmigo también. Yo me entiendo muy bien con los niños, no con todos, eh, a algunos se les ve en los ojos lo que van a vender en cuanto puedan: esos no son niños. Hay gente que, aunque no lo parezca, no es niño nunca, y eso se nota después.
P.-¿Y eso ocurre cada vez más?
R.-No, siempre ha ocurrido igual.
"Parezco tenebrosa porque hablo del dolor, pero soy alegre"
P.-Pero los niños de hoy se asombran menos.
R.-Se están cometiendo muchos errores con los niños, se les está quitando la capacidad de imaginar, se les está quitando la isla desde muy niños, lanzándoles al mar. Cada vez dura menos la infancia, pero tampoco se logra a cambio una madurez. Son niños expulsados muchos de ellos, lo que yo llamo adolescentes con cara de náufragos. Hay mucho niño náufrago, adolescentes que a lo mejor ya tienen 40 años, pero no han sabido madurar. Se está educando muy mal.
P.-Entonces ¿qué es lo malo, ese concepto demasiado total que tienen del mundo, o que la sociedad los colma, los deja sin soñar?
R.-Les quitan la capacidad imaginativa. Por ejemplo, la televisión. No estoy en contra de ella, sino de su uso. Tampoco hablo de la violencia, un niño siempre lleva dentro la violencia, y si no le compran pistolas las fabrican con las pinzas: mis hermanos lo hacían. La televisión les ha hecho perezosos, se lo dan todo hecho, los personajes, las músicas, los colores. Entre el cómic y la tele lo tienen todo. La lectura en cambio es una fábrica de sueños. Yo de niña me imaginaba los personajes, las ciudades. Tenía una idea fabulosa de la ciudad de Copenhague por lo que leía en Andersen, y cuando realmente la conocí, encontré mi sueño. Había un ilustrador ruso del siglo pasado que nunca pintaba al protagonista, lo ponía de espaldas para que el lector lo imaginara. O sea, que si además de ver las películas de dibujos leyeran... Pero no, están amorrados a la televisión todo el día. Yo recuerdo que cogía libros de la biblioteca de mi padre y no entendía nada, pero lo inventaba a mi modo.
P.-De forma que decidió quedarse a los 12, no podía remediarlo. ¿El asombro sigue pasándole factura?
"A los niños les están quitando la capacidad de imaginar"
R.-Yo no decidí nada, esas cosas ocurren. Y se pagan muy caro, ir por el mundo con esa inocencia que yo tengo... No soy tonta, pero no me creo la maldad.
P.-¿Sigue imaginando que es otros, personajes diferentes?
R.-Es que si no, no podría escribir novela.
P.-No, me refiero cuando va a dormir y elige sus sueños.
R.-Ah, pero eso es lo que hago de mayor. De niña tenía un sueño horrible, me daba miedo irme a la cama porque cerraba los ojos y veía un abismo. Me daba pánico, pero como los niños no cuentan las cosas. Como lo de aquella monja del colegio, que me hacía un daño horrible y yo no me atrevía a decirlo en casa. Y ¿sabes lo que pensaba? Que tenía ganas de casarme, porque así estaría en la cama con mi marido y él me defendería.
P.-Ah, y se casó por eso.
R.-Sí, como yo veía que mis padres dormían en la misma cama... Pues me quería casar pronto.
P.-A lo mejor de ese miedo al abismo le vino la costumbre de soñar despierta.
R.-Sí, es posible, mira, no lo había pensado. Me gusta disfrutar con mis sueños, yo me acuesto sobre mis sueños, el de los cosacos, el del camarote, hay muchos.
P.-¿Escribirlos le parecería una práctica burda?
R.-No, burda no, simplemente para mí no tiene sentido. Tengo mucho respeto por lo que escribo, me parece muy importante, no lo banalizo. Cuando me pongo a escribir es que tengo una necesidad interna muy grande de expresar algo. Realmente escribir es protestar por algo, y luego hay que darle una forma literaria. Yo cuento historias, porque las vidas están llenas de historias y a mí me interesan las personas.
P.-También dice que escribir es una forma de llamar la atención sobre la tristeza.
R.-Sobre el dolor, las lágrimas. Mientras haya alguien que llore en el mundo, no somos lo que deberíamos ser, no habremos progresado. Ahora vamos a Marte, muy bien, y por qué no nos miramos a nosotros. Es como si hubiéramos desarrollado muchísimo un brazo y el otro se nos hubiera quedado muy corto, atrofiado.
P.-¿Y eso sería ser de izquierdas, estar del lado de quienes lloran, como usted ha dicho?
R.-Yo no soy de nada. Ahora, si estar con los que sufren y los que son tratados con injusticia es ser de izquierdas, desde luego que lo soy. Los cartelitos me parecen ridículos, más ahora que se han resquebrajado. En principio siempre se ha pensado que estar con los débiles era propio de la izquierda, pero ahora ya no se sabe.
P.-Ana María, a usted que pudo tener una infancia feliz, ¿qué le abrió los ojos a la injusticia?
R.-Nadie es feliz del todo, los niños tampoco lo son, hay unos dramas tremendos a los seis, siete años, diez. Hay infancias de una pobreza tremenda y mucha alegría, y niños muy cuidados y tristes. Pero lo que es una injusticia terrible es que los niños tengan que trabajar, peor aún el abuso; y eso ha ocurrido siempre, aunque antes no se sabía. Ese abuso del débil por el fuerte, sexual, social, laboral, es lo que más me impulsa a escribir. Y luego la falta de comunicación, la falta de interés por comprender al otro, que cada vez se agudiza más. Y el odio entre hermanos, el cainismo, que está en todos mis libros, que no sé si vendrá de la guerra civil. Creo que la revelación mayor fueron esos veranos en la finca de mi madre en Mansilla y el contacto con estos niños, y luego el choque brutal de la guerra.
P.-Hay quien dice que hablar del dolor de la escritura es impúdico, ¿a usted qué le parece?
R.-Que también se pasa muy bien, fenomenal, yo disfruto enormemente escribiendo. A veces cuesta mucho y duele, y eso nos sucede a todos los escritores y a todo el que desea hacer algo bien, a conciencia, con toda su potencia; entonces sufre. Puede parecer que soy una mujer tenebrosa porque llamo la atención sobre el dolor, pero qué va, soy muy alegre, y también hablo de otras cosas.
"La vida es una gran equivocación maravillosa"
P.-Rey Gudú.
R.-Por ejemplo, Olvidado Rey Gudú es un libro muy cruel, pero también hablo del amor y de la alegría: de las personas. Me interesa por encima de todo el ser humano.
P.-Sus sobrinas debieron de sentirse despojadas cuando lo publicó: 25 años de cuento.
R.-Síii, oh, fue tremendo; yo también, lloré mucho, qué ridícula ¿no?, qué idiota, sí, lloré: no lo quería entregar. Es que ¿sabes?, Rey Gudú era un personaje que vivía con nosotras cuando ellas eran pequeñas. Yo les contaba y ellas lo veían como si fuera de verdad, venían a Sitges como al paraíso. Entonces lo tuve en aquel cajoncito con ruedas, paseándolo. Y el día que decidí que sí... Bueno, aquello fue... Nos lo habían quitado, se había ido. Y ahora la mayor no puede ni leerlo.
P.-Y usted, ¿se quedó vacía?
R.-Sí, es un vacío... y por otro lado, un alivio tremendo.
P.-¿Y ahora, no habrá vuelto al silencio?
R.-No, estoy con un libro que tenía aparcado, y luego en la cabeza tengo muchos, no sé si me quedarán años para escribirlos.
P.-Ana María, una pregunta a destajo: ¿por qué el amor es siempre una equivocación?
R.-Yo eso lo dije así como... frase (pronunciando rotundo). Es una equivocación porque generalmente trae muchos problemas, pero es maravillosa. Todos los grandes sentimientos son una equivocación, pero es lo que nos hace humanos: vivan las equivocaciones de ese tipo: enamorarse, amar, tener hijos, todo aquello que conlleva sentimiento y nos complica la vida. Incluso a esos que todo lo calculan, cuando menos lo imaginan vienen y les pegan una torta y los tumban. La vida es también una gran equivocación maravillosa.
P.-Haciendo un recuento de la suya, ¿qué ha sido más, princesa o cenicienta?
R.-Ni lo uno ni lo otro. Yo me he sentido una mujer, muy vulnerable, eso sí: hacerme daño a mí no tiene ningún mérito. Sin embargo, tengo una fuerza extraña para hacerle frente a la gran equivocación, no sé de dónde me sale. ¡Paralante, venga!
P.-Y su propia fuerza le deja baldada.
R.-Sí, ahora por ejemplo, lo estoy pasando mal después de haber tenido fuerza todo el año. Me han pasado cosas muy malas en la vida, y cosas maravillosas. Lo que sí sé es que he vivido mucho, muy intensamente: una equivocación muy maja, no sé qué es aburrirse. Fuente: El Mundo