Manuel Arias (Málaga, 1974) es Profesor Titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha realizado una extensa labor investigadora que ha girado en torno a temas tan diversos como la dimensión política del medio ambiente o la Wikipedia como forma de producción de conocimiento. Manuel Arias mantiene un estilo muy personal de escribir que junta gran carga intelectual con multitud de referencias culturales populares. Es digno de mención su esfuerzo tremendo semanal desde Revista de Libros para aportar una densidad que habitualmente no comparece en el debate público español.
Te leí por primera vez hace ya un tiempo a partir de un artículo en eldiario.es en el que hablabas acerca de la diferencia existente entre sentirse informado y estar verdaderamente informado. Concretamente tu artículo trataba de los votantes de Podemos ya que, a raíz de una encuesta del CIS, habían sido declarados como “informados y conectados” y tú escribías advirtiendo que hay que ser cautos con las auto-percepciones y más en un caso así.
Recibí muchos comentarios. Algunos me saltaban a la yugular y otros tomaban una actitud más paternalista: el autor debería leer a (…), me decían. ¡Y seguramente tenían razón! En todo caso, esta discusión la mantengo a menudo con mis estudiantes de periodismo que, estando muy conectados a las redes, tienen la sensación de que están muy informados y, bueno, no tiene que ser así necesariamente: conexión no es información.
A mí me llamaba la atención de tu artículo la mención al estudio americano que señalaba que sólo el 4% de los usuarios de internet norteamericanos son consumidores de noticias activos y, sobre todo, que la definición de activo viniera dada por leer al menos 10 artículos y dos piezas de opinión en un periodo de tres meses… Que eso fuera un lector informado…
Lo que pasa es que quizás cuando juzgamos al ciudadano “informado” hay que tener cuidado a la hora de poner un punto de referencia. Habría que tener en cuenta, por ejemplo, las diferencias de densidad de los artículos que se consideran en el estudio, si una persona está leyendo información que sólo confirme su punto de vista o está yendo más allá, o sea, qué grado de reflexión acompaña al consumo de la información. Lo que venía a decir en el artículo es que había que cruzar más datos antes de declarar probada la hipótesis de que los votantes de Podemos estuvieran especialmente “conectados e informados”, como la prensa española se había lanzado alegremente a proclamar. La brecha descrita por Sartori entre votante ideal y real es difícil de salvar.
Precisamente quería preguntarte sobre lo que acabas de comentar ya que escribes en varios formatos bien diferenciados (columnas de opinión con limitaciones de espacio en El Mundo Andalucía y artículos mucho más elaborados y densos en Revista de Libros, Lettre International Deutschland o Revista de Libros). ¿Qué diferencias encuentras en la manera de afrontar y de realizar una columna de El Mundo y un artículo en Revista de Libros?
Las diferencias son notables, en distintos niveles. Es interesante enfrentarse a las columnas de opinión porque de alguna manera tu propio estilo, incluso académico diríamos, puede verse beneficiado de esa necesidad, por un lado, de comprimir, y por otro, de simplificar algunos elementos. Porque claro, ¿en una columna periodística qué puedes hacer? Pues pasear una idea. Poco más. El otro día estuve en una tertulia organizada por la Fundación Manuel Alcántara y el debate versaba sobre si la columna intelectual tiene o no validez y, bueno, allí todo el mundo era favorable a la columna literaria. Yo señalé que en el mundo anglosajón (y en el alemán) la columna intelectual es mayoritaria, quedando la literaria en un lugar menos predominante. Teodoro León Gross, que es un experto en columnismo, me decía que el defecto de mis columnas es que trataba de comprimir demasiado, meter demasiadas cosas dentro, con quizás demasiada tensión intelectual y que yo necesito más espacio para expresarme con libertad. Es un juicio acertado. Quizás se nota menos cuando escribo columnas digamos más costumbristas y hablo de las madres o las sillas feas de las cafeterías, en lugar de adoptar un ‘tono’ más politológico. Pero claro, en una columna sólo hay espacio para la primera idea. Además, una columna debe seducir al lector y ya sabemos que el lector es perezoso, no quiere demasiados circunloquios. Está con su tostada y viene uno jugando a ser Ortega…Luego está el formato del blog, que es muy peculiar y que permite la expansión ilimitada; a cambio de arriesgarte a perder al lector por el camino. Yo he decidido, con mi blog en Revista de Libros, que no me importa perder al lector. Escribo artículos muy largos de entre 2000 y 3000 palabras, con bibliografía y en ocasiones, aunque tiendo ya a no hacerlo porque no funciona bien, hago series de artículos. En Revista de Libros voy con un determinado aparato intelectual hacia adelante y, bueno, si alguien quiere seguirme me siento muy honrado, pero si no, tampoco pasa nada. Porque uno escribe ahí con libertad y a mí me gusta darles a los artículos una densidad significativa, para poder aportar algo que quizás en el tráfago de la prensa diaria no se da: una cierta profundidad. Aunque a Ferlosio, esta metáfora de la profundidad le parecía absurda, pero ésa es otra historia. En Letras Libres, otro lugar donde suelo escribir, estoy más sujeto a las limitaciones de espacio. Me quedo a medio camino entre la columna y lo que hago académicamente. Trato de ser atractivo manteniendo cierta tensión intelectual. Teniendo que escribir de esta manera aprendes a ejemplificar las abstracciones, a utilizar películas, libros y música para que el lector pueda aprender con facilidad el concepto que abstractamente se hace complicado. Creo que incluso mis papers académicos para congresos anglosajones se han beneficiado de que escriba de manera más directa y divulgativa, gracias a haber escrito columnas y haber ido dejando atrás determinadas construcciones y oraciones muy largas y complejas, de un barroquismo alemán, que son las que te salen cuando tienes 20 años.
Hay dos ideas que se me vienen a la cabeza cuando te leo. Por un lado está la idea de brecha insalvable que inevitablemente surge entre el individuo y el resto de la sociedad haciendo que sea imposible una conciliación plena de los, probablemente legítimos, intereses en disputa. Por otro lado está la idea, relacionada con la anterior y ya bajando al terreno de la política, de que difícilmente vamos a encontrar una solución fácil a los posibles problemas que podamos tener para organizarnos como sociedad y que, por tanto, cuando hablamos de políticas públicas vamos a generar seguramente unos trade-off entre los distintos objetivos que perseguimos: quizás se crearán nuevos ganadores y perdedores en el sistema, puede ser que una medida resulte en su conjunto beneficiosa a largo plazo pero no podemos saberlo de antemano o incluso podemos encontrar resultados contra intuitivos y ser totalmente bienintencionados y desastrosos. Siguiendo estas ideas resulta complicado aceptar determinadas retóricas que hablan de una manera pretendidamente maximalista y que encuentran un diagnóstico fácil y exculpatorio para la población al negar los necesarios intereses en conflicto que tenemos de manera recurrente y necesaria los individuos cuando nos organizamos como sociedad. Tu manera de escribir y contar de una manera compleja los problemas, con un cierto pesimismo estructural y contrario a soluciones rápidas o, por ejemplo, la manera en que Jose María Ruíz Soroa, en su reseña en Revista de Libros sobre La Urna Rota del colectivo Politikon, escribe sobre que no es el momento de revoluciones sino de consensos y de que más que grandes culpables, grandes víctimas, ilusionantes futuros y unidades populares lo que nos encontramos son complejos problemas que no sabemos del todo cómo solucionar, posibilidad de modestas reformas a partir del consenso que nos pueden ayudar a mejorar el sistema de incentivos en que nos movemos y unos ciertos grados necesarios de competencia técnica para poder meternos en barrena.
Lo que quiero preguntarte es cómo se puede conciliar la manera que tienes tú de afrontar la política, con base por así llamarlo en un cierto pesimismo de a lo que podemos llegar como sociedad, en contraposición al discurso mucho más aparentemente positivo con la idea de sociedad como es el de Podemos que básicamente, utilizando la brocha gorda, habla de una mano oscura e intereses ocultos, de un 1% de la población contraria al 99%, de una casta a la que difícilmente y sólo de manera abstracta ponemos cara que imposibilita que al resto nos vaya mejor, que nos impide ser plenos y disfrutar de la “democracia”.
Una de las cosas que más me interesan y que voy a tratar en mi próximo libro, cuyo título es La Democracia Sentimental, son las emociones y su relación con la democracia. Me sorprende mucho que a estas alturas de la Historia se den situaciones en que muchos ciudadanos, muchos de ellos bien formados y competentes, se entusiasmen políticamente. En ocasiones, he hablado yo de vacunarnos contra la tentación del entusiasmo. ¡Y eso no es exactamente pesimismo! Yo soy relativamente optimista en relación al estado de nuestras sociedades liberales y avanzadas. Hablaría más bien de un sano escepticismo. Un escepticismo ante la posibilidad de que nos pongamos de acuerdo o encontremos soluciones definitivas para problemas complejos. También habría que preguntarse si la principal fuente del cambio social es el acuerdo explícito y consensuado de los distintos individuos. Probablemente no sea el caso y la dimensión más significativa del cambio social provenga de acuerdos no explícitos, de desarrollos con origen en cambios en la cultura, del mercado o, muy decisivamente, en el campo de la ciencia que, una vez introducidas en nuestras prácticas cotidianas generan, a través de lo que se llama inteligencia social o colectiva, esos cambios. Piensa por ejemplo en la legalización del matrimonio homosexual en Estados Unidos. No hay un acuerdo social, pero ha habido un giro en la opinión pública con respecto a la percepción del mismo que ha precedido a su legalización. El Tribunal Supremo no ha entrado de fondo en el asunto: ha dicho que no se puede negar el matrimonio en un estado si en otro se tiene la posibilidad. En esto creo que Pablo Iglesias y compañía aciertan: la lucha es una lucha por el significado, una lucha por la percepción dominante de los asuntos públicos. Esa lucha tiene muchas dimensiones y una es por supuesto el campo cultural y en gran medida también la política por así decirlo sólida y material: utilizar ocasiones de crisis para manifestarse, estar en la calle y colocar tus argumentos en la esfera pública para que los ciudadanos se desplacen en esa dirección. Y las leyes muchas veces, no siempre, son constataciones de un cambio que, si no se ha producido del todo, sí está latente con fuerza en la opinión pública. Luego hay otra dimensión, que es la que subrayan mucho y con acierto en Politikon, que es la de cómo hacer políticas concretas y cómo modificar -por ejemplo- el mercado de trabajo o el sistema de pensiones. El ciudadano no suele estar muy predispuesto a considerar este tipo de cuestiones técnicas, bien porque le afectan directamente (generando un nuevo esquema de ganadores y perdedores que puede perjudicarle a él a cambio de mejorar el bienestar general, hablando en términos utilitaristas), bien porque el ciudadano no suele tener, en cuestiones económicas, una gran formación y tiende a preferir medidas proteccionistas que a largo plazo no suelen beneficiarle. Podemos, por ejemplo, habla de los intereses de la ‘sociedad’ y el beneficio del ‘pueblo’ pero, claro, tales entes son entidades mitológicas que no existen. Son una manera muy genérica de hablar de unos intereses compartidos en un contexto social amplio: una sociedad libre, justa y próspera. En eso estamos todos de acuerdo. Pero cómo llegar a término esas finalidades es más complicado.
Tú hablas muchas veces sobre la comunidad “rousseauniana” en la que quizás podríamos estar de acuerdo…
¡Creeríamos que estaríamos! La trampa que permite a los argumentos populistas prosperar es la idea de que existe un bien de la sociedad generalmente considerada. Pero eso probablemente pueda ponerse en relación con la idea que a su vez abraza determinada parte de la ciudadanía, según la cual ciertas decisiones dolorosas se adoptan por una suerte de maldad neoliberal: piensan que hay personas o grupos de interés que quieren que no tengamos todos una gran protección laboral y un elevado salario, que hay una mano negra que impide que eso ocurra. Esta idea de los intereses generales sólo puede asentarse sobre la falsa premisa de que pueden satisfacerse los intereses de la sociedad de una manera unánime y simultánea, cosa que no es posible. Por eso, como decía en mi columna de El Mundo, el populista acaba diciendo: “¡Pero yo qué sabía! ¡Yo quería lo mejor para todos!”.
El problema aquí es que se llega a un momento de desacuerdo radical. En el momento en que una persona dice que la democracia es el sustantivo y la representatividad un mero adjetivo y otra persona pone en duda la premisa y dice que hace falta un procedimiento técnico para articular las preferencias de los votantes, que no todo es votar y que la gente decida, porque en el mundo en que vivimos hay campos en los que resulta complicado que el ciudadano decida por medio de la democracia directa. Esto vuelve a ser una lucha por el significado: la democracia no es sólo votar. ¿Qué debe votar la gente? ¿Cómo se vota?
Como sabes, no puede requerirse un conocimiento técnico para que se pueda votar u opinar porque el principio de igualdad debe imponerse en ese sentido. Lo que pasa es que ha de limitarse al máximo la democracia directa, inaplicable en asuntos como el mercado energético o el diseño del mercado de trabajo. Otra cosa es el uso de minipúblicos bajo reglas deliberativas específicas, que pueden servir como complemento en el proceso de toma de decisiones. El gran problema de la democracia directa es la calidad de la opinión pública; conseguir que un número suficiente de ciudadanos presten atención. Las nuevas tecnologías han creado quizás la ensoñación de que el ciudadano, al tener acceso a más información, está verdaderamente más informado. Ese desacuerdo radical del que hablábamos suele resolverse por la vía de la realidad. Puedes tener toda la buena voluntad política del mundo pero, si hay aspectos fundamentales de tu agenda económica que no funcionan habrá que adaptarse. Tsipras podría haber dejado Grecia fuera del Euro, pero el problema de la democracia directa y la representatividad es más amplio. La dificultad o renuncia del ciudadano para entender la razón de ser de la representación es una piedra en el camino de la democracia representativa, porque genera en ellos un descontento perpetuo. Esto se ha agudizado en los últimos años: sólo hay que fijarse en lo cortos que son los ciclos de apoyo a los nuevos mandatarios. Esto que dice Rosanvallon en La contrademocracia: que “deselegimos”. O sea, quitamos a uno más que poner a otro. No hay paciencia, no hay conciencia de la complejidad de los mecanismos sociales, de la dificultad de enmendarlos eficazmente. La fe en la democracia directa es, eso, una fe. Se enfrenta a la brecha insalvable entre la conciencia individual, la dificultad de organizar una realidad tan compleja y el orden social. ¿De dónde viene la sobredemanda al sistema político? De la falta de consciencia de esa brecha insalvable. Son tantas las variables y es tan complejo organizar la sociedad que pensar que eso pueda resolverse mágicamente y que sus disfuncionalidades responden a intereses ocultos es una prueba de infantilismo ciudadano. Resulta complicado pensar que, de cinco años a esta parte, los españoles se hayan convertido en demócratas radicales. ¿Dónde estaban antes?
Siempre que se habla ahora del modelo sueco, resulta curioso el hecho de que idealicemos de una manera total un tipo de sociedad y forma de estar en el mundo que, a la vez, no es seguramente la que propugnamos con nuestros actos, bien sea por una falta de conocimiento del modelo socialdemócrata o debido a que, en realidad, prefiramos no tener algunas de las contraindicaciones que pueda tener dicho modelo para nuestras vidas.
Recuerdo que en el estudio de BBVA sobre actitudes sociales de los españoles se podía observar que aunque los españoles íbamos con más frecuencia a las manifestaciones y actos esporádicos que nuestros homólogos europeos, nos costaba, sin embargo, mucho más el trabajo farragoso y cotidiano: el nivel de lectura de prensa, de afiliación a sindicatos o las quejas dirigidas directamente a las instituciones eran exiguos. Es como si quisiéramos las ventajas de tener una gran seguridad social sin pasar por el peaje de una dura rendición de cuentas. Pero, claro, lo que estoy diciendo puede llevarnos a un argumento por el que te quiero preguntar: podría llevarnos a la explicación culturalista, a decir que básicamente los españoles somos así y no vamos a cambiar. Recuerdo que en una columna en El Mundo te situabas en el clásico debate entre institucionalismo y culturalismo explicando que, si bien las instituciones tenían un papel importante explicando el devenir de las sociedades, la cultura explicaba que con unas instituciones en algunos sentidos muy parecidas o idénticas a las de otros países europeos hubiera cosas que no funcionaran de la misma manera en un momento dado. También Jesús Fernández Villaverde o Luis Garicano han escrito recientemente sobre el tema de manera parecida alertando de lo que podría ser una distinción artificial entre normas sociales e instituciones. Yo creo que funcionamos básicamente por incentivos a medio plazo y que las cosas las hacemos para situarnos de la mejor manera posible en relación a los demás o a la imagen que mantenemos de nosotros mismos. Quiero decir que funcionamos de una manera similar a los suecos en lo importante, esto es, en querer ser aceptados por los demás y nosotros mismos y entrar en el mercado de trabajo, de la amistad y el sexual: la gran diferencia sería lo que nos permite llegar a ello. Que exista un carácter español o no es algo claramente discutible, en todo caso sería uno multiforme y mutable y que, además, no estoy seguro de que debiera tratar de cambiarse desde lo público. Así que volvemos a lo mismo: a hablar de dualidad del mercado de trabajo, de reformas educativas, de trade-offs entre pensionistas y estudiantes. De lo que se puede cambia, de lo técnico…
Sin duda, pero eso sería posible en una sociedad comteana de sujetos perfectamente informados y completamente racionales. Pero, fíjate, ¡esa perspectiva también tendría problemas! Hoy en día se puede producir argumentos técnicos a favor de casi cualquier cosa. Los biólogos y neurocientíficos están profundizando en la idea de que nuestros desacuerdos facticos son en el fondo desacuerdos morales que, a su vez, tienen una base biológica. La cuestión es cuántas personas están dispuestas a aceptar el mejor argumento. Si estamos o no dispuestos a dejar de lado ante ese teórico mejor argumento nuestros sesgos, ideologías y sentimientos. Y negar el papel de la ideología tiene sus problemas.
No se hablaría de negar el papel de la ideología sino de tomarla como un atajo que sería conveniente utilizar lo más tarde posible. Como supongo que todas las personas tengo una ideología y creo que cumple un papel en mi toma de decisiones. La idea sería más bien tratar con datos los problemas hasta que se llegue a un momento de duda y desencuentro razonable en el que se desempolve la ideología como atajo ante la incertidumbre necesaria entre dos ideas contrarias.
Es un asunto complicado porque parece demostrado que lo que Rawls califica como un desacuerdo razonable no puede solucionarse. Y mientras discutimos, el mundo puede cambiar y dejar obsoleto ese concreto desacuerdo. Por otra parte tenemos, si bien advirtiendo aquello que decía Habermas sobre la ciencia ya técnica como ideología, un mundo en el que el conocimiento técnico es cada vez más preciso. Este conocimiento va acumulándose y va ayudando a diseñar las políticas públicas. Otra cosa es que funcionen. Hay una cantidad de matices tremenda a la hora de diseñarlas y que funcionen óptimamente. Por ejemplo: cada vez somos más conscientes de lo importante que son los primeros años de vida para el desarrollo cognitivo y no cognitivo del futuro adulto. Con estos datos en la mano, resulta complicado no apoyar (al menos para un partido que se considere de izquierdas y que apueste por la igualdad) las guarderías públicas con atención más o menos personalizada. También sabemos lo difícil que es pasar de una clase social a otra, el déficit de oportunidades que supone nacer en un barrio y no en otro. A medida que se acumula la evidencia al respecto, ninguna sociedad que aspire a una cierta meritocracia puede dejar de diseñar sus políticas públicas -más allá, ojo, de las ideologías- con esos datos en la mano.
Recuerdo un artículo de Gabriel Táuriz Benéitez en Politikon sobre las oposiciones y su correlación con la productividad. Aparentemente había una correlación mayor en un simple test de inteligencia que en una señora oposición de varios años. Si, a diferencia de lo que se pensaba, resulta que es un método ineficaz que además provoca unos sesgos tremendos pretender mantenerla resulta complicado racionalmente. Pero hay muchos otros temas en que la respuesta no está tan clara. Pongamos que hubiera un trade-off entre igualdad y excelencia en educación, pongamos que haya una discusión entre el salario mínimo o la renta mínima… difícil resulta que no entre aquí la ideología.
Yo creo que todos somos socialdemócratas. Las tesis de Fukuyama sobre el fin de la historia me parecen plausibles, naturalmente con sus debidos matices y sus fieros opositores (como el Estado Islámico). Incluso Estados Unidos, que sin duda tiene un sistema más liberal, ha dado un viraje socialdemócrata (por lo demás reversible) en los últimos tiempos. El debate real desde, mi punto de vista, no es el debate retórico sobre la necesidad de acabar con el capitalismo y volver a las comunidades pequeñas. El debate real versa sobre qué medios tenemos para mejorar la sociedad. Hay al respecto un consenso más o menos un acuerdo unánime: protección social, independencia de los tribunales, una libertad relativa de los mercados, bastante mayor para la prensa y el pensamiento. El problema es cómo lo hacemos. La complejidad de proporcionar una vida que conjugue el máximo de libertad individual con una protección y justicia sociales que no dejen a nadie atrás a un nivel crecientemente global es enorme. Quizás el problema es pedirle a la política lo que no puede darte. La ideología tiene un papel, sí, pero hay que andar con cuidado: puede equivaler a ponerte unas gafas mal graduadas que te impiden ver la realidad, integrar los datos que ésta proporciona, etc. Es un atajo cognitivo, que puede también convertirse en un falso camino. O, si entendemos que la realidad es siempre una ‘construcción social’, te impide ajustar tu visión de la misma, aceptar pruebas de que quizá algunos aspectos de la misma no son como creías. Estar, en fin, abierto al acuerdo razonable con otros puntos de vista.
La ideología también sería en cierto modo lo que nos haría humanos. Decisiones que de por sí no podría tomar una maquina y debemos tomar necesariamente nosotros. Respecto a lo de que todos seamos o no socialdemócratas y la tesis de Fukujama lo que seguramente respondería Íñigo Errejón es que ha habido una ruptura del pacto social explicada por los niveles de pobreza y desempleo, de lo que está pasando en Grecia y su falta de soberanía, del hecho de que los jóvenes podamos tener unas perspectivas peores que nuestros padres.
Cuando se habla de la ruptura del pacto social, se diría que sólo los gobernantes lo han roto, entre protestas ciudadanas. Y no, las protestas ciudadanas son posteriores y siguen a una abierta complicidad con las políticas que han conducido a un deterioro socioeconómico. Pero a los ciudadanos nunca se les enjuicia. Quizá porque su inocencia constituya un elemento simbólico clave para mantener la fe misma en la democracia. Esto del pacto social… es más una construcción de los teóricos que una realidad ahí fuera, donde la costumbre (o inercia) y el par satisfacción/insatisfacción con los rendimientos del sistema marcan la pauta de la legitimidad percibida de los gobiernos. Por otro lado, respecto a lo de que vayan a vivir los jóvenes peor que sus padres, la realidad es más poliédrica. Por un lado, sin duda, hay una parte de verdad, ya que las oportunidades que tuvo la generación anterior, con el cambio de régimen y la existencia de un país que estaba por hacer, con mucho empleo y mucho de calidad, representa una anomalía histórica difícilmente repetible. Por otro lado, las oportunidades de que disfrutan los jóvenes ahora en lo que a idiomas, viajes y tecnologías de se refiere son incomparables. La vida era otra y hemos cambiado tanto nuestra forma de estar en el mundo que resulta complicado comparar distintas generaciones. Y no digamos comparar países: porque el joven español no vive igual ni posee el mismo horizonte de oportunidades que el alemán o el sueco. O, al otro lado, el ugandés. Dicho esto, resulta evidente que hay mucho que cambiar en España. Otra cosa es que sea aquello que los propios jóvenes -o el mismo Íñigo Errejón– creen que hay que cambiar.