— ¿Cómo ve usted los cambios en el concepto de ‘ciudadanía’ operados durante la última década?
— Creo que esta es una pregunta muy importante. El concepto de ciudadanía puede que sea el más importante para el próximo milenio y, sobre todo, porque durante el último tercio del siglo pasado parece que el concepto de ciudadanía que se ha puesto sobre el tapete es el concepto de ciudadanía social, que es un concepto muy importante porque dice que se considera ciudadano en una comunidad política a aquel que ve protegido sus derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Realmente, creo que ciudadanos sociales han sido muy pocos en este mundo pero, por lo menos, existía el concepto y se reconocía en las constituciones. Lo que ocurre es que el concepto de ciudadano social llevaba siempre aparejada la idea de pasividad. El ciudadano es alguien a quien se le protegen los derechos, es quien recibe ciertas ayudas sociales pero no es alguien que activamente hace su propia vida ni activamente asume responsabilidades. Por eso, desde hace un tiempo a esta parte, se está hablando de que es preciso pasar del tiempo de los derechos al tiempo de las responsabilidades. Es decir, que la gente tiene que reivindicar derechos pero también tiene que asumir responsabilidades sabiendo que no es posible proteger los derechos (sobre todo sociales) de todos los ciudadanos si esos mismos ciudadanos no asumen también sus responsabilidades en el conjunto. El gran cambio, entonces, es el de pasar de una ciudadanía social pasiva a una ciudadanía social activa y responsable. Lo que ocurre es que en estos momentos, justamente, yo creo que incluso el concepto de ciudadanía social a secas está siendo muy amenazado porque los estados del bienestar que hubo están retrocediendo, cada vez triunfa más la idea neoliberal de la desregulación, de la desprotección, y creo que por eso es todavía necesario que todos asuman sus responsabilidades porque el concepto de ciudadanía social está verdaderamente amenazado y en peligro; creo que lo que hay que hacer con él es: por una parte protegerlos responsablemente y, además, sobre todo ampliarlo universalmente en un ámbito cosmopolita. No puede ser que solamente determinados países respeten ese concepto sino que tiene que ser una cuestión universal.
— A lo largo de su conferencia, usted ha insistido en la idea de ‘bioética cívica transnacional’. ¿Podría explicarnos a qué alude este concepto?
— La bioética, como nace en Estados Unidos y después va extendiéndose a Europa y América Latina, tiene el riesgo (como todo en este mundo) de ser un producto de importación. Muchas veces en nuestros propios países no entendemos muy bien cuáles son las discusiones porque no son las nuestras, entonces parece que estamos heredando un principialismo, unas discusiones que en América Latina o en España no son corrientes entre las gentes, por lo cual no acabamos de entender muy bien. En ese sentido, yo creo que el cosmopolitismo tiene que ser siempre un cosmopolitismo “arraigado”, es decir, no el cosmopolitismo abstracto que se pierde en la universalidad del ser humano, del género humano sino que a de partir de cada una de las comunidades concretas, cada una de las cuales tienen sus usos, sus costumbres (lo que hoy se llama suceso). Entonces, ese cosmopolitismo “arraigado” nos obliga también a que la bioética debe ser una bioética arraigada en los pueblos, en las costumbres, en su historia. Desde cada pueblo es desde donde ha de hacerse. Cuando lo hacemos así, la verdad que es lo que está resultando, nos damos cuenta de que la humanidad ha ido aceptando o descubriendo unos elementos mínimos de justicia que nos parece que son insoslayables. Yo he viajado mucho por América Latina, vengo siempre muy a gusto, y en los diferentes países me he encontrado que todo el mundo sintoniza perfectamente cuando se dice que hay unos mínimos de justicia y todos entienden muy bien que la atención sanitaria debe ser beneficente, no maleficente, debe tratar de respetar la autonomía y sobre todo tiene que hacer una distribución justa de los recursos. Hay una serie de elementos que la gente entiende rápidamente, por ejemplo, que la asistencia debe ser de calidad, que todo el mundo debería de tenerla, que la relación con el médico y con el personal de enfermería tiene que ser una relación de constante confidencia y confianza porque ayuda en la curación, es decir, entiendo que estos elementos comunes nos están dando la base de una “bioética cívica trasnacional”. Entonces, tanto en la dimensión más filosófica como en este terreno de la vida cotidiana en la que a través una serie de elementos podemos darnos cuenta si la investigación con embriones es respetable o no lo es. En realidad todos utilizamos una terminología muy similar, vamos encontrando elementos que nos parecen comunes, entonces, yo creo que la bioética es una de las disciplinas que puede ayudar a mostrar cómo hay unos mínimos transnacionales con los que vamos construyendo las bases de ese cosmopolitismo —porque para construir algo hay que tener algo común, pero hay que descubrirlo, no forzarlo—, descubrimos que hay bases comunes y que puede haber discrepancias que a veces son de grupos religiosos o no religiosos, de ateos, budistas, cristianos, etc., que están en todos los países y que no sólo es respetable sino además promocionable, puesto que hacen ofertas de vida buena, de vida feliz.
— Desde su perspectiva, ¿cómo explicaría la relación entre los derechos humanos de la primera y segunda generación?
— De estos derechos se suele decir que hay grandes diferencias entre ellos. Los derechos de la primera generación se dice que son derechos negativos, es decir, en lo que nos comprometemos o se comprometen los Estados es a defender que no hay interferencia en la actividad de los individuos. Son derechos de no-interferencia, a todo el mundo se le debe dejar que se exprese libremente, que se forme su conciencia, etc. Estos derechos son de justicia, se deben dar a todo el mundo y les corresponden lo que se llama deberes perfectos, es decir, es necesario cumplirlos en todo tiempo, en todo lugar y sin excepción. En cambio, los derechos económicos, sociales y culturales, que son los de segunda generación, se dice que son derechos a los que corresponden deberes imperfectos porque son positivos, es decir, se obliga al estado a gravar con impuestos, a intervenir en la propiedad de las personas para tener un dinero suficiente como para la atención sanitaria, para la educación, las prestaciones sociales, etc. Entonces se entiende que el Estado se hace interventor, no es el Estado de la no-interferencia, y entonces se dice que son una serie de derechos de beneficencia más bien que de justicia. Hay que tener en cuenta los recursos con los que se cuenta para la distribución. Yo creo que últimamente, incluso del sector liberal, se está diciendo (acertadamente) que esas diferencias no son tales, porque a fin de cuentas la protección que pertenece a los derechos civiles, la protección que cualquier persona puede recibir también cuesta dinero al Estado y también se puede decir que los recursos son limitados. Por ejemplo en España, últimamente, con el caso de ETA hay quien dice que cada español no puede llevar un guardaespaldas. Y es verdad, pero entonces también es un deber positivo. ¿Hasta dónde la protección?, ¿cuántos policías deberíamos tener cada uno? Estamos exactamente en lo mismo. En todos los países, los procesos judiciales son muy lentos porque hay mucho trabajo, porque se nombra poca gente, podría decirse que puede agilizase nombrando más, pero estamos en lo mismo: siempre es cuánto disponemos de recursos o estamos dispuestos a gastárnoslo. Entonces, el tema de la distribución de recursos es igual en los dos tipos de derechos y, por otra parte, yo creo que el gran avance en la humanidad ha sido el de darnos cuenta que lo que en un tiempo era de beneficencia ahora es de justicia. El concepto mismo de ciudadanía, del que hemos hablado antes, demuestra que es un deber de justicia en una sociedad y en un Estado que pretende ser legítimo el satisfacer no sólo los derechos de primera generación sino también los de segunda. Es un deber de justicia mínima, con lo cual lo que en un tiempo fue beneficencia ahora ya no es algo gracioso sino que es algo de justicia y que, como decíamos antes, debe ser universalizable.
— En su conferencia, además, dijo que en la concepción de instituciones legítimas se ha descuidado el “sentimiento de pertenencia” a una comunidad concreta. ¿Cómo relaciona este sentimiento de pertenencia con el ideal de justicia de las instituciones sociales?
— Ciertamente las instituciones sociales tienen que pretender ser justas, si no son ilegítimas. Decía J. Rawls, muy acertadamente, que de la misma manera que los saberes científicos tienen que pretender verdad (la consigan o no) las instituciones sociales tienen que pretender justicia. Si luego se equivocan tienen que corregir, pero desde luego tienen que pretender justicia porque si no son ilegítimas. Con respecto a la idea de justicia se han elaborado teoría filosóficas muy acertadas. El problema es que en muchas ocasiones se ha sentido que la idea de justicia es excesivamente abstracta, procedimental, la gente la liga mucho con procesos, procedimientos jurídicos que parecen una cuestión un tanto desencarnados. Por eso un movimiento muy fuerte, el movimiento comunitario, desde el campo filosófico ha dicho que es menester complementar la idea de justicia con la idea de pertenencia a una comunidad concreta. La idea de pertenencia es muy comprometida, quiere decir no solamente que alguien se siente perteneciente a esa comunidad sino que es leal con ella, se hace responsable de ella. “No solamente yo soy argentino, me siento argentino sino que me hago responsable de las cosas que ocurren en la Argentina e intento ayudar para que los derechos de todos se vean protegidos”. Es decir, pertenencia tiene la idea de soy de ese lugar pero además soy leal a él y trato de hacerme responsable en él. Los comunitarios dicen que realmente la idea de pertenencia es fundamental para una persona y que no podemos hacer una serie de ideas abstractas de justicia. Yo creo que tienen muchísima razón porque se ha descuidado en varias ocasiones, desde un punto de vista ilustrado, el sentimiento de pertenencia. La idea del cosmopolitismo a veces descuida que cada uno nace en un país y realmente se siente de ese país, le tiene afecto, cariño y no te parece oportuno cuando otros lo atacan así por las buenas. Tú puedes hablar mal de tu país, pero no los demás. Entonces, yo creo que esos dos lados son realmente interesantes, la unión de los dos lados, el de pertenencia y de justicia a lo que obliga es —al que se siente perteneciente— a trabajar para que las instituciones de su país sean justas. A fin de cuentas yo me siento española y esa pertenencia me obliga también a intentar que las instituciones de mi país sean justas, no a decir sencillamente: es el país más hermoso del mundo. No, no, tiene que ser justo porque si no está bajo mínimos de humanidad y eso no me gusta a mí para mi país, como no me gustaría para mi madre ni para mi padre. Yo creo que es fundamental cuidar ambos lados.
— A raíz de su definición de ciudadano como “aquél que no es esclavo, ni siervo, sino que es su propio señor, su dueño, y un ser autónomo”. ¿En qué consiste la ‘revolución de ciudadanos’ que usted mencionó?
— Pues a que las gentes seguimos siendo tratadas como súbditos en todos los ámbitos de la vida social, no sólo en el ámbito económico, en el que desde luego somos súbditos, sino en el ámbito político, en el ámbito universitario. Es decir, a fin de cuentas en los distintos ámbitos y cualquier persona que se acerca a una institución o a un comercio se siente tratado como un súbdito o como un vasallo. Esto ya tiene que ser superado y la ‘revolución de los ciudadanos’ significa que las gentes tenemos que reclamar, pues, en las empresas o en los comercios que se nos den productos de calidad, en las universidades que se nos dé una enseñanza de calidad y a los que son alumnos que se les trate con todo el respeto que merecen como personas, a quien va a un juzgado que no se le trate como a un ser infecto sino que efectivamente se le trate como a un ciudadano que es su propio señor y al que hay que tratar de igual a igual como mínimo. En el ámbito de la política, por ejemplo, los políticos suelen considerar a sus ciudadanos como súbditos, vasallos o poco menos. No, no. Tienen que considerarles como los ciudadanos que son y por los que ellos existen. En todos los ámbitos yo creo que tiene que ir produciéndose esa ‘revolución ciudadana’. Y en ese sentido pienso que el papel de denuncia es importante. Cuando se ve que hay empresas que estafan o que no actúan prudentemente, yo creo que hay que denunciarlo; cuando los políticos son corruptos y no trabajan por el pueblo y lo maltratan, hay que denunciarlo. Cuando quien tiene un poco de poder trata al otro como si fuera un súbdito o un vasallo, creo que hay que denunciarlo y recordarle que todos somos ciudadanos y que somos nuestros propios señores. Vamos a hacer la vida unos con otros, por supuesto, pero tenemos que ser tratados como nos merecemos.
— Respecto de su afirmación sobre la imperiosa necesidad de universalizar el concepto de ciudadanía. ¿Por dónde cree usted que debería empezarse para alcanzar el ideal tan mentado de que todos los ciudadanos sean reconocidos como tales?
— Pues habría que empezar por muchas bandas. Por una parte por los organismos oficiales existentes (que hay tantos en el nivel internacional, mundial), y creo que habría que recordarles constantemente que están, precisamente, para fomentar esa idea de ciudadanía. A fin de cuentas, la existencia de organismos mundiales está para fundamentar esa idea de ciudadanía, de que todos aquellos que están bajo sus organismos son ciudadanos del mundo y que tienen que ser tratados así. Creo que en este momento hay algo que es muy importante —que no la mencioné en la conferencia— y es el promocionar las redes de asociaciones civiles. Se dice, y hay estudios muy interesantes al respecto, que hay un capital fundamental en las naciones que es el capital social. Un país es tanto más fuerte cuanto más redes de asociaciones tiene, cuanto menos deja que haya únicamente individuos de estado. Esas redes asociativas son fundamentales para hacer un tejido social fuerte que pueda tener capacidad reivindicativa. El gran fracaso de la Unión Soviética —entre otros muchos— fue que destruyó todas las asociaciones intermedias y los individuos se encontraban impotentes frente al Estado. La fuerza de las asociaciones es que no permiten que haya estados absolutos, arbitrarios, no dejan desprotegido al individuo. Creo que es muy importante que nos acostumbremos a asociarnos, a hacer redes civiles que pueden ser organizaciones cívicas de solidaridad o asociaciones de bioética o de ética; asociaciones de lo que se quiera, pero que tienen un interés que va más allá del interés egoísta o del interés gremial. Esa trama asociativa, ese capital social de las naciones, es muy importante para ir creando ciudadanos, es la más indispensable de la ciudadanía, y yo creo que hay que potenciarlas. Por eso creo que es importante alentar asociaciones como la de bioética y ver si se van extendiendo universalmente.
— Para finalizar, ¿qué libro recomendaría en el campo de la bioética?
— De los libros de bioética que hay en este momento en el mercado yo siempre recomendaría el libro “Fundamentos de Bioética”, de Diego Gracia.
— ¿Cuáles son sus referentes filosóficos?
— Esto es muy complicado. Yo soy totalmente kantiana y en los últimos tiempos he trabajado con Apel en el ámbito de la ética del discurso. También es verdad que he tenido muy buena amistad con José Luis Aranguren. Pero, dentro de la línea filosófica yo soy más kantiana y partidaria de la ética del discurso que la línea de Aranguren que, por supuesto, también me parece fundamental y que considero que hay que recordar enormemente, al igual que toda la línea de Zubiri. Yo creo que hay que complementar las dos, Zubiri—Aranguren con Kant – Apel. Creo que esta es una mezcla perfecta.
por Lynette Hooft
(*) La Dra. Adela Cortina, filósofa, es Catedrática de la Universidad de Valencia, España, y una de las figuras más destacadas del pensamiento filosófico del mundo de habla hispana. Dentro de sus numerosas obras, relacionadas con temas de ética filosófica, cabe mencionar: “Ética Mínima”, “Ética sin moral”, y más recientemente “Ciudadanos del mundo” donde desarrolla una profunda visión acerca de la denominada “ciudadanía social”.
Cabe señalar que esta entrevista fue realizada en ocasión de participar la Dra. Adela Cortina, en carácter de Conferencista Invitada, en las VI Jornadas Argentinas y Latinoamericanas de Bioética, realizadas en la ciudad de La Plata, del 5 al 7 de noviembre de 2000, organizadas por la Asociación Argentina de Bioética y el Instituto de Bioética de la Fundación Dr. José María Mainetti.
Esta nota fue publicada en el Suplemento de Cultura del Diario "La Capital" de Mar del Plata, 11/03/2001.