Lo admito, soy un cobarde. Cada vez que acudo a una entrevista de trabajo, en esos despachos oscuros, fríos, pretendidamente "modernos" y sin personalidad, debería de sentarme tranquilamente, sin prisa, mirar a los ojos al replicante (no me creo que sea humano, no es posible) enfundado en traje que es mi interlocutor, y preguntarle que por qué todos los empleados de su empresa han decidido de manera unánime adoptar el grotesco estilo de sus horripilantes despachos a su manera de pensar, actuar y vestir. O lo que es lo mismo, a su manera de vivir. En lugar de eso, me limito a sentarme y -aquí acaban todas las semejanzas- nervioso, empiezo con mi striptease habitual de cualidades, puntos fuertes, experiencias laborales y otras payasadas dignas de mención. Y cuando acabo y salgo de ese averno en forma de oficina acristalada, invariablemente, haya salido bien o mal, no puedo evitar odiarme -otra vez- por lo que considero una total humillación.
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