Dicen que cada persona es un mundo, un mundo que puede llegar a ser bien complejo y en el que podemos esperar que aniden los mejores y los peores sentimientos.
Algunas personas, pese a no querer salir nunca en las fotos, intentando hacernos creer que no quieren ser protagonistas de nada, en el fondo ansían atraer la atención de los demás y llegan a hacer lo impensable para lograr su propósito.
Suelen ser personas inseguras, porque nunca se han atrevido a cuestionarse muchas cosas de sí mismas. Tampoco han aprendido a aceptarse como son ni a quererse, pero a menudo caen en el círculo vicioso de quejarse porque sienten que no las quieren los demás, enfocando su descontento en sus familiares más cercanos.
"Con lo que yo les he querido siempre, con lo que he llegado a sacrificar por todos ellos, y ahora ni me miran".
Su discurso puede llegar a ser tan convincente que otras personas, ajenas a la familia, pueden creérselo y compadecerse de esa pobre persona que no se merece lo que le está pasando, mientras ella las manipula a través de la pena que les inspira para lograr la atención que no puede soportar que le regalen a otros miembros de su propia familia.
Siempre hemos oído decir, por boca de la sabiduría popular, que cada uno acaba recogiendo lo que ha sembrado. Una persona que no ha aprendido a quererse a sí misma, difícilmente puede querer de una forma sana a nadie. Pese a que ella esté convencida de que ama a su pareja, a sus padres, a sus hermanos o a sus hijos por encima de todo en la vida, ese tipo de amor que les profesa está muy viciado de creencias irracionales que impiden que se establezca entre todos ellos un vínculo de confianza y de cariño sin dobleces.
Quien ama de verdad a otra persona lo primero que hace es aceptarla como es. No intentará cambiarla, no tratará de impedirle que desarrolle libremente todo su potencial, no la manipulará de mala manera a base de simular sentimientos que en realidad no experimenta, ni tampoco inventará excusas baratas para recortarle las alas e impedirle volar.
En un clima familiar en el que la confianza entre sus miembros brilla por su ausencia y, en su lugar, pululan las suspicacias, los silencios incómodos, las caras largas y las medias verdades o las mentiras a medias, los lazos se tensan y el aire se puede llegar a cortar con un cuchillo. En ese ambiente tan asfixiante nadie está cómodo y, cuando los hijos se emancipan y tiran cada uno por su lado, intentando construir una vida más flexible y menos opresiva que la que han vivido en la casa familiar, es normal que las visitas se acaben espaciando en el tiempo. Porque a nadie le gusta pasarse el día que libra del trabajo aguantando a su padre o a su madre lanzándole reproches.
Hay padres que, insatisfechos con sus propias vidas, no dudan en cargar contra sus hijos, culpándoles de todo, ridiculizando sus logros, poniéndoles el dedo contantemente en las llagas y acusándoles de ingratos y de egoístas.
Nadie tiene la culpa de haber nacido de alguien que no ha aprendido a quererse y que, en consecuencia, tampoco ha sabido quererle a él o a ella como cabría esperar. Tampoco tiene nadie la culpa de que las cosas, de vez en cuando, le vayan bien. Pero hay personas que no soportan que sus propios hijos aún tengan despiertas sus ilusiones por seguir aprendiendo y disfrutando cosas y momentos. Sienten envidia de que sus vástagos hayan sabido aprovechar mejor sus oportunidades y tengan una vida más luminosa que la que tienen y han tenido ellos. Pero, como la envidia es uno de los siete pecados capitales, las personas que profesan el cristianismo, difícilmente se reconocerán en ella y optarán por camuflarla como buenamente puedan. Pero llega un momento en que su estrategia empieza a hacer aguas por todas partes. Una persona puede tener un mal día de vez en cuando, pero cuando se habitúa a poner cara de vinagre en cada encuentro con los suyos y a no ver nada positivo en los momentos que intentan compartir con ella, los demás tienen derecho a cansarse y a tirar la toalla.
Imagen creada por Copilot
Para recibir, primero tenemos que dar, pero si no tenemos amor ni para nosotros mismos, ¿qué le podemos ofrecer a los demás?
La vida no se ve igual con los ojos de los veinte años, que con los de los cincuenta o los ochenta. El tiempo y todo lo vivido mientras lo recorremos nos va cincelando como el agua va limando las piedras que duermen en el lecho de un río. No somos los mismos, porque nuestro cuerpo y nuestra mente son ya otros. Otros con más achaques, con menos fuerzas y quizá con menos ganas. Pero la vida sigue empujándonos hacia adelante y todo en ella sigue teniendo interés. Otra cosa es que estemos dispuestos a seguir disfrutándola en la medida que nos sea posible.
Encarar cada nuevo día con ilusión y con actitud proactiva nos puede hacer sentir muy bien dentro de nosotros mismos, habitemos el cuerpo que habitemos. Porque las cosas no hay que esperarlas, sino hacer que sucedan. Pero levantarse de la cama renegando de todo, culpando a todo el mundo de nuestras pocas ganas de nada y envidiando la suerte de los demás es como echar más leña a un fuego que ya nos está devorando.
En el año 2016, un estudio de la Universidad de Granada concluyó que hay una correlación positiva entre niveles bajos en autoestima, autoeficacia y sensación de control, y niveles altos de envidia.
La envidia media la relación entre la sensación de control y la proclividad a la manifestación de comportamientos agresivos de tipo verbal.
En los últimos veinte años, la envidia ha despertado el interés en el ámbito de la psicología social.
La palabra envidia proviene del latín "invidia", que significa "mala voluntad" o "malquerencia". Las personas que la experimentan se ven a sí mismas como incapaces de lograr lo que otros logran. A veces se acobardan ante problemas que tendrían muy fácil solución si se dignasen, simplemente, a reconsiderar su postura, aviniéndose a cambiarla. También son muy críticas con los demás y, cuando estos tienen éxito en algo, se dedican a buscarle los posibles defectos para afearles su logro. En una conversación, siempre necesitan quedar por encima, usando el sarcasmo para menospreciar a aquellos a quienes envidian. Si felicitan a alguien por haber conseguido su propósito, no lo harán de corazón, sino deseando que le pillen en falta y quede en evidencia, llegando al extremo de difundir información falsa o de lo más negativa para perjudicarle. Mostrarán hostilidad y resentimiento encubiertos, levantando un muro inquebrantable ante la otra persona. De nada servirá tratar de hacerlas razonar, pues irán tumbando uno por uno todos los argumentos con los que las otras personas tratarán de convencerlas, sin éxito. Nunca se pondrán en el lugar de la persona que tengan enfrente, pero le reprocharán sin ningún tipo de miramiento que esa persona no muestre empatía con ellas.
La envidia no sólo se experimenta ante el éxito material que desearíamos para nosotros y disfrutan otros, sino también ante las muestras de afecto que reciben los demás. Aunque esas personas resulten ser muy cercanas, nos duele que a ellas las quieran y a nosotros nos ignoren. No soportamos que, cuando están enfermas o pasan por un mal momento, esas personas reciban todas las atenciones, mientras sentimos que nuestro dolor no les importa lo mismo. Entonces, somos capaces de entrar en una espiral competitiva para ver quién logra acaparar más afecto de las dos, si esa persona o nosotros.
No nos paramos a preguntarnos por qué a esa otra persona se la creen más que a nosotros. Tal vez porque no queremos recordar que hemos incurrido ya en demasiadas falsas alarmas y nos han visto demasiado el plumero, igual que se lo vieron al pastor que tantas veces mintió diciendo que venía el lobo. Cuando el lobo se presentó de verdad, nadie acudió en su auxilio.
Todos somos manipulables y podemos caer en mil trampas que nos tienden las personas que, supuestamente, nos quieren. Pero, cuando llegamos a darnos cuenta de que el verdadero amor nada tiene que ver con esas patrañas, la persona que nos ha estado manipulando se nos cae del todo y la confianza se rompe como un cristal y ya nunca más va a poder recuperarse.
La vida es como el té o el café: puede ser muy dulce o muy amarga, dependiendo de cómo nos la tomemos. Y el ingrediente mágico para que todo mejore en nuestro día a día es la ACTITUD. Si nuestra actitud es positiva, si aprendemos a ponerle al mal tiempo buena cara y sabemos contar con los demás para que nos ayuden a llegar hasta donde no podemos hacerlo solos, nada tiene por qué parecernos un desastre ni una tragedia. A veces olvidamos nuestra verdadera naturaleza. Somos animales sociales. Necesitamos de los otros y los otros necesitan de nosotros.
Pero si nos encastamos en amargarnos la vida y en amargársela a todos cuantos se nos acerquen; si a todo decimos que no y nos pasamos el día enumerando problema, pero no aportamos ni una sola solución y nos dignamos a considerar las que aquellos que nos quieren nos sugieren, ya podemos quejarnos, y seguir renegando, y maldiciendo y envidiando, que nada va a cambiar y, por supuesto, nuestra situación no va a mejorar.
Según el psiquiatra Eduardo Abadi, la envidia obstaculiza la posibilidad de aprender, disfrutar, crecer y amar. La única preocupación de quien la experimenta parece ser que el otro no tenga lo que a él le falta.
Somos lo que pensamos.
Dejemos de creernos inválidos para tantas cosas y alegrémonos por poder seguir haciendo tantas otras. Dejemos de envidiar lo que no tenemos y abonemos el terrenos que pisamos para que vuelva a brotar la confianza que un día decidimos arrancar. Dejemos de odiarnos tanto y de odiar tanto a los que creemos que no nos quieren, y atrevámonos a escucharnos en voz alta y a empezar a querer y cuidar a esa persona que siempre hemos sido, pero hemos mantenido escondida por miedo a no encajar en nuestros propios esquemas obsoletos.. A veces no entendemos que no hay peor juez que nuestra propia mente cuando nos obliga a silenciar nuestras verdaderas emociones.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749