Epicurus confutatus

Por Daniel Vicente Carrillo



El ateísmo ha contemplado desde Epicuro el problema del mal como la más formidable objeción a la fe en un Dios providente y benevolente en función de nuestros estándares morales. Así, se arguye que la sola muerte de inocentes, que no es excepcional sino estadísticamente constante, prueba mejor la providencia de un mal Dios, o su desinterés, que el cuidado y protección que un Dios bueno debería prestar a la especie humana.
Ahora bien, lo primero que habría de desacreditar a Dios, según este razonamiento, no es que el hombre muera de uno u otro modo, sino el hecho mismo de que sea mortal, ya que indefectiblemente hay entre todos los hombres un gran número de inocentes. Luego, el ateo está obligado a postular a contrario que sólo un Dios creador de criaturas inmortales es moralmente irreprochable, avalando con ello que no hay moral perfecta salvo que presupongamos la inmortalidad. Llegado a este punto viene el ateo a respaldar, por confesión propia, la necesidad ética de la creencia en la inmortalidad del alma.
Por lo demás se contesta a la objeción como sigue. Puede entenderse el mal en dos sentidos: como el acto perfectamente dirigido a un fin imperfecto, o como el acto imperfectamente dirigido a un fin perfecto. En el primer sentido decimos que el criminal es malo porque obra mal, aunque lo haga perfectamente bien según las reglas del crimen, esto es, según la pericia que se espera de sus artífices. En el segundo sentido decimos que el santo es bueno a pesar de sus debilidades y tentaciones, que siendo un demérito en sí mismas constituyen no obstante la condición necesaria para alcanzar merecimiento. Pues bien, el mundo sólo es malo en el segundo de los sentidos, es decir, por el hecho de perseguir fines perfectos por medios muy defectuosos, pero que son por lo demás los únicos que pueden coadyuvar a una tan gran perfección final.
Un universo en el que no cupiera el mal debería ser ajeno al cambio y al movimiento, ya que toda alteración de los cuerpos delata una carencia en ellos. Sería también extraño a la multiplicidad, y no pudiendo dar lugar a fenómenos (ya que no se da lo fenoménico sin lo plural), resultaría un puro noúmeno accesible sólo al pensamiento puro. En suma, sería un universo inmaterial e indivisible, semejante a su hacedor, en el que Dios gozaría contemplándose, aunque sin posteridad ni fruto; un universo, pues, muy superior en perfección al que conocemos, pero incomparablemente inferior en lo que se refiere a sus fines.
Hasta aquí lo relativo al mal metafísico. Paralelamente, el mal moral surge, como es sabido, gracias a la libertad. Pero no es la libertad la que inclina a la mala elección, sino la que la permite. El sentirse atraído por lo malo antes que por lo bueno es un error del entendimiento en primer lugar (culpa), y una delectación en el error en segundo lugar (dolo).
Edipo, por desconocer la verdadera identidad de su madre, se deshonra desposándola. Sin embargo, Ixión insulta a los dioses a sabiendas. El crimen del primero es la ceguera, y el del segundo la obstinación. De uno puede decirse que es enemigo de sí mismo, al tiempo que del otro se sostiene que es enemigo de todos; uno no conoce y el otro no ama; uno se aproxima a las bestias, el otro a los demonios. En el hombre se mezclan ambas desviaciones, pues nace débil e ignorante primero, y crece vicioso y rebelde después. El origen del mal es la lejanía respecto a Dios, causada por el excesivo amor propio.
Ser libre conlleva poder elegir entre un sí y un no, y entre un más y un menos. Así, cuanto más interesado está nuestro deseo en un objeto, menos repara nuestro espíritu en sí mismo y en lo que lo rodea, de modo que el interés deviene la medida del olvido y la ingratitud. Sin embargo, un hombre por completo desinteresado sería igualmente incapaz del bien y hasta de la propia autoconservación. Por tanto, la libertad no puede por sí sola encontrar el justo medio entre extraviarse en el mundo y abandonarse a la nada. Ha de conocer y desear el único bien que lo es por su propia naturaleza y de manera plena, a saber, Dios.
Por otro lado, un mundo en el que las almas sólo pudieran obrar bien privaría a éstas de todo interés y las sujetaría a Dios únicamente, lo que desposeería al mundo de sentido moral. Más aun: la propia existencia de unas tales almas sería superflua, ya que carecerían de fines propios y, por consiguiente, de auténtica individualidad.
Puede que estas razones hubieran confundido a Epicuro.