Epifanía y renuncia

Por Calvodemora
1 Todo sigue felizmente en desorden. El primer impulso es coger unas cajas y meter los libros que ya no leemos y coger más cajas y meter los discos que ya no escuchamos. Una vez que hemos llenado montones de cajas y hemos aliviado el desorden se procede a inventariar meticulosamente el material sobreviviente. Entonces advertimos que la habitación sigue reventando por todas las paredes y ya no tenemos cajas en las que meter más libros ni más discos. El siguiente impulso es cerrar el cuarto con llave y abrir otro cuarto donde comenzar una nueva vida de libros y de discos. Encerrar a Cortázar con Kundera. A Shostakovich con Robert Johnson. A Gloria Fuertes con José Ángel Valente. No volver al Nostromo ni perderse en el jardín de senderos que se bifurcan. Tampoco fugarse en un solo de Chet Baker, convenientemente a recaudo, ni sentir la primavera dinamitándonos el pecho al escuchar la voz lisérgica de Janis Joplin. Cuando la necesidad apremie y uno sienta que debe iniciar el regreso, nada más sencillo que buscar la llave y abrir la pandora de los recuerdos, pero a cierta edad conviene abrir un cuarto nuevo e ir administrándolo (esta vez) con cierto rigor. Salir una mañana y comprar el primer libro. Colocar en un anaquel espacioso, que no esté combado, y mirar el lomo y la pasta, que puede ser dura o blanda. Abrir sus páginas mientras haces tiempo para salir al trabajo y visitar el episodio en el que Quinn o William Wilson busca a Stillman, que ha renunciado a la vida o que parece que ha renunciado a la vida en el fondo. Los años repiten gestos y la memoria se parece sospechosamente a la habitación que estamos engordando. Al final no es posible desmantelar la memoria y empezar de cero y no saber quién es Humbert Humbert ni cómo se dejó atravesar por aquella dulcísima maraña de espinas.
2 Con los años (este es la addenda que me permito) uno cree haber encontrado los paliativos del dolor adecuados, pero nunca son eficientes del todo, siempre exhiben un roto, una costura mal hilvanada, el hecho sencillo de que vivir es un oficio admirable, pero de una dificultad asombrosa. Hoy mismo, preparándome para ir al trabajo, releyendo un poco con prisa, un texto que me acaba de recordar un amigo, he advertido similitudes increíbles entre quien lo escribió (hace unos años) y el que ahora lo relee. Como si fuese nuevo del todo. Hay textos que se salvan. No porque estén bien escritos. De lo que hablo es del conmoción que siguen causando. Lo leo como si acabara de volverlo a escribirlo. Como si dentro de mi cabeza estuviesen ordenadas las palabras que vertí y saliesen en el mismo orden cuando las llamo. Somos gente de costumbres. Más de lo que pensamos. No se deja nada al azar. Todo lo registramos y tutelamos. Se improvisa lo que se conoce. Al correr de los años, al cabo de lo que hieren, uno se abastece de placebos. La cultura entera es un placebo. Los libros. Los discos. Las películas. Todas esas conversaciones con las que distraemos el rigor de lo real y abrazamos (ebrios) la ficción. Me preguntó K. si sería capaz de vivir al margen de las personas, embebecido de libros, enfebrecido de historias que otros han reseñado para que yo las tenga. No es posible, le contesto siempre. La cultura es la periferia. De un modo vigoroso y también secreto, no somos nada sin lo que nos enseñan, pero somos menos todavía sin la necesidad de sigan enseñándonos.