Episodios navideños

Publicado el 24 diciembre 2013 por Kike Morey @KikinMorey

De niño, lo que más me gustaba de la navidad era que en Nochebuena nos podíamos quedar sin dormir hasta más allá de la medianoche. En casa acostumbrábamos cenar a partir de las doce y esa era la excusa perfecta para desvelarnos jugueteando con los regalos que Papa Noel nos había dejado en el árbol. Pero hubo un año que fue la excepción. No recuerdo con qué pretexto mi madre nos mandó pronto a la cama y mi hermano y yo nos acostamos sin chistar, imagino que agotados por otro largo día de juegos.

Me desperté a las tres de la mañana y sentí que habían cosas al pie de mi cama. Aún con la luz apagada las palpé y sentí el crujir del papel de regalo. Ahí estaban algunos de los juguetes que con el tiempo se convertirían en inolvidables: una caja de Playgo –la versión peruana del Lego-, un robot que caminaba a cuerda y un delfín dentro de un frasco de agua al que había que encajarle argollitas mediante un botón que bombeaba aire. Salí corriendo de la habitación hacia la sala, donde estaba mi madre y mi tía, para mostrarles mis regalos. Me imagino la felicidad de ambas al verme tan contento y por haber conseguido sorprenderme con su novedosa idea.

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En mi adolescencia lo que más me gustaba de la Navidad era lo que sucedía a partir de las tres de la mañana. A esa hora nos juntábamos con mis amigos del barrio para celebrar “hasta que el fluorescente azul se encienda”. Poco a poco la gente iba llegando a la puerta de casa, punto de encuentro de todos los galifardos. En plena acera brindábamos, contábamos chistes y escuchábamos música a través de un pequeño radiocasete. Eso era mucho mejor que la tristeza que me producía la primera hora del veinticinco.

Porque me gustaban los momentos pre y post navideños, pero no las doce en sí. Me ponía melancólico, nostálgico y de mal humor. Incluso lloré una vez. Ese año, para evitar que alguien preguntase la razón de mis lágrimas, encontré una excusa perfecta para ausentarme de los primeros minutos de la cena: me fui a cuidar a Michell, nuestro perro, mientras explosionaban los cohetes. Como todos los canes, Michell se asustaba muchísimo con los petardos por lo que al primer estruendo corría a esconderse debajo de la cama.

Esa medianoche lo fui a buscar a la habitación. Estaba temblando. Con cuidado empecé a acariciarlo y poco a poco se fue tranquilizando. Pero al mismo tiempo en que Michell se calmaba a mi me entraba un llanto que trataba de callar. Y además con un discurso triste que el bueno de Michell escuchó con sus orejas levantadas. Al final logré desahogarme lo suficiente como para continuar la fiesta con un mejor semblante. Y recuerdo al noble Michell sentado a mi lado, mirando al frente sin inmutarse del ruido de la calle. Ese año hicimos conexión.

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La mejor cena de Navidad que he tenido fue la del 2011. Se juntó por primera en una misma mesa mi esposa, su familia y la mía. Mi madre, mi hermano y mi cuñada arribaron al aeropuerto a las nueve de la noche del mismo veinticuatro. Cuando llegaron a casa, la mesa estaba preparada, los platos contenían lo mejor de la gastronomía local y la algarabía por el encuentro no se contenía por ninguno de los presentes. Después de muchísimos años disfrutaba del banquete navideño en la compañía de tantos familiares. Creo que desde mi niñez no había vuelto a vivir algo similar.

Este año también será singular. Paule tiene más conciencia de lo que sucede y, aunque todavía es pequeña y probablemente esté dormida mucho antes de la medianoche, su sola presencia ya le da a estas fechas un significado distinto. Siempre he creído que las navidades son más divertidas si hay niños revoloteando por el salón. Esa ilusión de nuestra infancia es algo que lamentablemente lo vamos perdiendo con el tiempo. Tenemos que esperar a que nuevos infantes se incorporen a nuestra familia para que con ellos volvamos a sentir un poco de aquello que nos emocionaba.

Porque seas de la religión que seas, creyente o no, y quitándole todo lo indecoroso de la parte comercial, la navidad es un momento para compartir con la familia, para fortalecer nuestros vínculos más primarios y en donde la gente, en general, hace una pausa en sus ajetreadas vidas para llenarse de optimismo y buen rollo. Porque si contaras el número de sonrisas que regalas al mundo en todo el año, ¿acaso no ofreces la mayoría en la última quincena de diciembre?

El pasado sábado mi programa de radio estuvo dedicado a estas fechas. Escucha aquí el podcast “Navidad Rock”, un programa especial de “Confesiones de un locutor impulsivo”

 


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