La perversión comienza en el momento en que se busca la información por el hecho de estar informados. ¡Como si la información fuera algún tipo de oxígeno, o de luz! De la información importa el hecho de tenerla, de que esté en mí. Y es que vivimos en la época del estar. Atrás quedaron la teoría del ser, de la sustancia y de la permanencia, y los corazones que aguardaban a que un testimonio anónimo revelara: soy gracias a ti. Atrás quedaron el deleite y la capacidad de contemplación, y el aburrimiento de quien sabe esperar. Épocas del estar, que precisan de pacientes y de estados, sólo para ser rellenados.
Si el ayuno y la abstinencia liberan idealmente al alma del cuerpo, no aíslan al ser humano en completa soledad. De ahí la necesidad de una separación espacial. Esta tomó dos direcciones: la elección de un refugio para vivir apartado, o el rechazo absoluto de todo alojamiento. El desierto se pobló de vagabundos y eremitas. Los primeros llevaron una vida ambulante, a veces rechazando toda clase de ropa, tanto por su preocupación por despojarse de lo vano como por su aspiración a un estado adánico. Así, María Egipciaca vagó durante décadas por el desierto cubierta tan solo por su espesa cabellera y alimentándose de un total de cuatro hogazas de pan. Otros, llamados subdivales[1], eligieron un lugar muy delimitado, donde vivieron de pie sin jamás moverse, en una condición voluntaria de «sin hogar».(Tacet. Un ensayo sobre el silencio, Giovanni Pozzi)
[1] Literalmente (los que viven) bajo la luz del día.