En algún momento el genial goleador inglés Gary Lineker sentenció que “el fútbol es un deporte que inventaron los ingleses y siempre ganan los alemanes“.
La primera parte de su dicho es discutible, ya que los orígenes reales del fútbol no han podido ser corroborados y la segunda, tampoco es del todo acertada porque nunca gana siempre un equipo. Sin embargo, Alemania está siempre en la discusión, por más que se encuentre en una etapa de recambio generacional.
El equipo que se consagró campeón del mundo en Italia 1990 fue producto de un cambio generacional que se quedó con la espina, cuatro años antes de consagrarse en México ante Argentina y otros cuatro atrás, ante Italia en España.
Karl Heinz Rummenigge y Harold Schumacher habían dado por finalizada su carrera en la selección germana post 2-3 con los de Carlos Bilardo. Otros, como Andreas Brehme o Pierre Littbarski decidieron continuar.
El entrenador en tierras mexicanas y en Italia, Franz Beckenbauer los sumó a los nuevos valores que, en 1988 se quedaron en semifinales de la Eurocopa a manos de la sorprendente Holanda, precisamente en tierras bávaras.
Pero el gen ganador de ese equipo ya era una realidad, indefectiblemente, tarde o temprano, esos futbolistas iban a alcanzar la gloria. Y así fue el 8 de julio en Roma con gol de penal de Brehme a siete minutos del final. Esa fecha fue simplemente la coronación de un proceso que ni siquiera comenzó el 10 de junio en el debut mundialista contra Yugoslavia por 4 a 1.
Jürgen Klinsmann, Rudi Vöeller y Lothar Matthaeus fueron los símbolos de ese equipo que coronó, por fin, un largo proceso que, hasta ahí, siempre se había quedado en las puertas de la gloria.
Campeón invicto, sin un juego demasiado vistoso pero con una contundencia que le permitió acceder sin problemas hasta el objetivo final, incluso, dejando en el camino a Lineker.
Matthaus corre con la Copa del Mundo en la mano
La final estuvo llena de polémicas, pero tuvo un justo ganador. Fruto de un proceso, de un proyecto y de una historia que se venía gestando. El silbatazo final del árbitro mexicano Edgardo Codesal Méndez reafirmó que, al menos por esa vez, los dichos del ex goleador británico, se habían cumplido.