Érase un país chiquitico chiquitico

Por Comolegaraholanda

Esta semana estuvo el príncipe Willem Alexander de visita en uno de los datacenters que albergan máquinas de nuestra empresa. Nos lo comentaron sin darle demasiada importancia, cuando la visita ya había terminado, en un correo general para todos los empleados. No sé por qué a la hora de visitar nuestra compañía, en lugar de la oficina principal (que está en un edificio antiguo cerca del centro) Willem eligió reunirse con nuestro jefe en un datacenter, que consiste en una enorme sala situada a las afueras llena de cables y aparatos de muchas empresas diferentes que, funcionando al mismo tiempo, emiten entre todos un ronroneo ensordecedor. Una pena, pues habría sido curioso tenerlo con nosotros a la mesa comiendo su sandwich de queso y pindakaas aunque sólo fuese para contar la anécdota más tarde. Además de provocar los chistes de rigor entre los empleados extranjeros (¡Hey, dile al rey que si sigue por ahí me reinicie el servidor!) la inesperada visita me ha hecho reflexionar sobre el escaso tamaño de este país en el que vivimos.
Los Países Bajos miden alrededor de cuarenta y dos mil kilómetros cuadrados. Sólo un poco más que comunidades autónomas como Galicia o Cataluña. En otras palabras, España ocupa lo mismo que doce Holandas y en un país más grande como puede ser Argentina podríamos encajar nada menos que veintitrés. ¡Y menos mal que se les ocurrió ampliar su extensión robando tierras al mar! Una parte nada despreciable del país está formada por lo que ellos llaman pólderes, terrenos que antes estaban cubiertos de agua y fueron poco a poco desecados por el hombre e incorporados a la superficie habitable. ¡Por ejemplo la provincia de Flevoland es totalmente artificial y hace cien años ni siquiera existía!

En blanco el terreno original
y en color lo que le han ido añadiendo


Holanda es un país muy pero que muy pequeño. Y ese es el motivo principal de que un blog como éste pueda existir. Es posible generalizar. La administración y burocracia apenas cambian entre unas provincias y otras y todos los que hemos emigrado nos enfrentamos a problemas y vivencias similares.
Todos nosotros sufrimos los desastres de la red ferroviaria cuando nieva o hemos sido reprendidos por un conductor de autobús por no darle los buenos días. Todos dudamos si entrar al etos, hema o kruidvat cuando necesitamos determinado producto y a todos nos han sacado una agenda y recitado planes para los proximos tres meses al tratar de quedar con un nativo a tomar un simple café. Todos nos hemos desesperado ante una impasible cara de indiferencia tras haber relatado algo que a nuestro parecer era tremendamente impactante o hemos recibido una tarjetita de felicitación rellena de firmas por algún motivo inesperado. Todos tenemos sobre la cabeza el mismo cielo permanentemente encapotado y hemos maldecido al inventor de la chipkaart tras olvidarnos de pasarla de nuevo por el lector al salir del bus o tranvía. Y tal vez no todos pero sí algunos de nosotros hemos corrido al espejo a ver si teníamos pintalabios sobre los dientes o una cagada de gaviota en plena coronilla como consecuencia de la costumbre local de mirarte fijamente sin disimular ni un pelo.
Además, tras una temporada en el país nuestro concepto de las distancias se va distorsionando. Tres kilómetros equivalen tan sólo a cinco minutos de bicicleta pero tres horas de tren parecen infinitas y tienes la sensación de que Groningen es el fin del mundo conocido y deberían pintarlo en el mapa rodeado de sirenas y leviatanes. Y no sólo las distancias dejan de ser lo que eran. El concepto de casualidad pierde también gran parte de su peso, pues empiezan a pasarte cosas como que el presidente del gobierno es tu contacto de segundo grado en el linkedin. Él o cualquier holandés conocido del que alguna vez hayas oído hablar. O que tu jefe, hijo por cierto de otro primer ministro de épocas pasadas, resulta ser primo segundo de esa señora que te acaban de presentar. O que si cierta cadena de circunstancias te lleva a conocer a un cantante de ópera, meses después lo ves aparecer dando el do de pecho en un anuncio del cup-a-soep. Que un día cualquiera al príncipe heredero le da por hacer una visita a tu oficina o que te encuentras a la propia reina haciendo unas compras y censurando el precio del papel de regalo tal como dicta el protocolo neerlandés (te duur!).

Si, he dicho a la mínima


El pequeño tamaño de país acentúa la conciencia nacional de sus gentes. Es frecuente oírlos decir es que los holandeses somos de tal o cual manera y a la mínima de cambio se uniforman de naranja (el color nacional por excelencia) o te sacan una bandera. De hecho las casitas de los suburbios se fabrican ya con mástil incluido para poder izar ésta apropiadamente durante determinados festejos.
Y a pesar de todo esto, incluso en un territorio tan pequeño y con tantos atributos comunes se encuentran diferencias sustanciales entre unas zonas y otras. Contrastan la liberalidad de ciudades como Amsterdam con la vida ordenada en el bijbelgordel, conjunto de localidades tradicionales protestantes en las que es menester asistir a misa cada domingo... ¡dos veces! El idioma también varía, ya que cuanto más nos movemos hacia el sur más suaves se tornan las jotas y las erres dejan de sonar como un motorcillo para asemejarse más a la gárgara francesa. De hecho los Países Bajos contienen también el equivalente a nuestro País Vasco, una provincia con su propio idioma que no llegó a ser conquistada nunca por los romanos: Friesland o Frisia en castellano (aunque a diferencia de los vascos, nunca he oído hablar de movimientos independentistas importantes por parte de los frisones).
Esto ha sido todo por hoy. Y vosotros, ¿tenéis alguna anécdota relacionada con vivir en un país pequeñito? ¿habéis descubierto alguna otra diferencia sorprendente entre distintas áreas de Holanda? Y lo más enigmático de todo, ¿cómo será entonces vivir en Mónaco o Luxemburgo? Saludos y nos vemos en el siguiente artículo.